Conocí a las hermanas Mitu y Misu
a inicios del nuevo siglo, atraída por
un vestido negro tejido en algodón, escaso en nuestro medio, en un pequeño
puesto del vestíbulo cuasi desierto en una de tantas galerías que se habían
inaugurado en ese tiempo. Mientras revisaba el vestido en detalle, observé que
las dos jóvenes dependientes, se habían
ingeniado para ofrecer simultáneamente servicios de embellecimiento que hasta
entonces sólo se obtenían en grandes salones de belleza: limpieza de cutis, manicure, depilación de rostro y tatuaje
ecológico. Los dos últimos nuevos para mí, en la depilación de cejas, bozo y rostro usaban un hilo con gran habilidad y para el tatuaje que yo llamo ecológico por su temporalidad, usaban henna.
Miré con atención los rostros
jóvenes y bellos de ambas mujeres hindúes que apenas hablaban español y se habían
asentado en la casi desierta segunda planta de esa galería a la que rebauticé
como mercado persa, a donde incursioné atraída mi olfato seducido por el sándalo, rosa, pachuli, mirra que
impregnaba cada rincón de su ambiente, creando un ambiente propicio para el expendió de aceites, sedas, cristales, colores, brillo y magia que te trasladaba hacia
oriente con sus misterios.
Tenían por compañía a una
distribuidora de productos deportivos y algunas tiendas de depósitos, otras de joyería en pata y fantasía. Al este contaba con un ambiente amplio que fungía de comedor de última generación, donde la cocina era una extensión permitiendo ver la
manipulación de los alimentos, hecho
inaugural hace poco más de una década. Ahora que caigo en cuenta, la galería durante
sus inicios intentó sintetizar la dinámica de espacio dedicado a la comida como
era tradicional incursionando tentativamente en el comercio de productos para el disfrute de todos los sentidos.
Mientras revisaba los productos y contemplaba su arte en el cuerpo de sus ocasionales clientas, pensé en las razones que las había impulsado a migrar tan lejos, de un continente a otro, en su caso por su cultura, con el peso que implicaba desprenderse de la familia, parientes y cultura. Me preguntaba qué las animó para hacerlo a un país como el nuestro. Imaginé sus sueños de libertad, progreso y quizás alejarse de las tradiciones donde las mujeres tenían menos oportunidades que las mujeres peruanas, hasta ser emprendedoras no bien pisaron suelo peruano.
No pude dejar de mirar tras la
historia de estas mujeres jóvenes la historia de millones de sus compatriotas
femeninas que según su casta y lugar
seguían experimentando, condiciones que negaban sus derechos humanos y sus
derechos como mujeres. Recordé casi con escalofrío el rito del Sati o “viuda ardiente”, que hasta hace más de un siglo era práctica principal de las castas altas con extensión a las bajas, consistente en la inmolación
de la viuda se quemaban viva junto a su
difunto marido, inspirada en su religión
y acicateadas por su cultura al creer que: “Hay
tres millones y medio de pelos en el cuerpo humano, y cada mujer que se quema
con el cuerpo de su esposo, vivirá con él en el cielo durante igual número de
años” [1]
Cuando conocí este rito durante mis estudios de género, me preguntaba más allá de las teorías antropológicas, el modo en que la sociedad hindú construiría en el imaginario de las niñas la preparación para afrontar este momento en su condición de mujer y esposa. De ser voluntario el sacrificio, como muchos argumentaban, ¿Cómo debe haber sido su vida? ¿De qué modo su percepción las había enfrentado y convencido de la crueldad de su vida en la tierra para aspirar a vivir en el cielo por tres millones y medio de años antes de reencarnar y volver a la tierra con la posibilidad de ser nuevamente mujer?
Una de las jóvenes me rescató de
mis pensamientos, preguntándome si me
animaba por un tatuaje con Henna.
Pregunté por el origen y calidad de los productos que usaban y me dijo
que todos eran de la India, los habían traído con ellas. Me animé por una
manicura, que en realidad era un diseño en mis uñas porque hacía unos días que
me había hecho el tratamiento. Mientras conversaba con ellas, descubrí las
razones de su migración, sus tristezas
sus sueños y esperanzas, mostrándome que estaban hechas de gran energía. El
modo como había descubierto en medio de ese contexto de ser mujer en la India
tan compleja, la posibilidad de sobrevivir a través del manejo del cuerpo y
rostro que transcurre de soltera virgen
a fuente de erotismo ya casada: “Desde un
punto de vista antropológico, el maquillaje posee dos funciones esenciales. Por
un lado, es una forma de adornar el rostro u otras partes del cuerpo para
identificar al individuo como miembro de un grupo o tribu”. [2]
Cuando terminó de ornamentar mis uñas me quedé contemplando las diez mariposas que se aprestaban
a volar, me salió de muy adentro. Decreté con total convicción al igual que en tiempo se lo había
dicho a María Luisa que se había iniciado en estos menesteres en otro punto de
la ciudad: “Saben, creo que tendrán que hacer
un giro en su negocio, me gusta el
vestido, pero si se dedican a lo que mejor saben hacer como mujeres de la
India, como son estas formas de trabajar la belleza, no sólo tendrán una, sino
muchas tiendas, recuerden siempre ser como son y mantener la calidad de su trabajo, de ser así
no hay competencia que las gane”.
De este modo me hice amiga de ambas jóvenes y a lo largo de este tiempo siempre que tengo oportunidad de ir por su zona las visito, no necesité de mis poderes para visualizar en lo que hoy se han convertido luego de ver la belleza de los decorados en mis uñas, sólo me quedé corta. En poco más de una década, han logrado ser empresarias exitosas, al mismo tiempo que han definido la línea de servicios que se ofrece en toda la segunda planta de la galería donde se ubican: cuidados de pies, manos, rostro, más aun el éxito de la galería en su conjunto, que es notable por su desarrollo en los servicios. Ya no existe ese amplio ambiente de comedor, se ha subdividido en tantas tiendas como puede albergar.
Ellas son dueñas de casi toda el ala izquierda de su ubicación que suman aproximadamente una decena. Se han casado una tras otra, tienen sus hijos, han ido y venido a la india periódicamente, más de lo que suelo viajar a Huari. Cada tienda es un mini salón de belleza, ocupa a un promedio de cuatro trabajadoras entre manicuristas, pedicuristas y cosmetólogas. Su crecimiento empresarial ha generado puestos de trabajo para jóvenes mujeres con sueños semejantes al ellas al iniciarse –los únicos hombres son sus parientes que administran tiendas de provisiones de sus materias primas-. Provienen de los diferentes conos de Lima, señalando que ya no es problema, tanto por el horario como los servicios de transporte, las que vienen del sur dicen que el tren les ha cambiado la vida y que trabajar con Mitu y Misu es gratificante.
Luego de más de dos años sin
asomarme por ese lado de Lima, en Enero, fui de compras por la galería persa, descubriendo que tenía escalera eléctrica, nuevos
productos, todo bien cuidado y
mantenido. Pereciera que experimento eventos circularmente -algunos dirían deyavú-. Nuevamente un vestido, esta vez verde llamó mi atención, pregunté por él, me
atendió con mucha amabilidad una mujer hindú adulta mayor que apenas hablaba
español asistida por una joven peruana, hubiera jurado que se parecía a Mitu y
Misu aun cuando ellas son diferentes están mujer adulta parecía sintetizar
ambos rostros. Compré el vestido y estimulada por la escalera
eléctrica fui a visitar a mis amigas para saber en qué estaban.
Sólo encontré a Misu, allí me
enteré que se turnan para cuidar de sus hijos, se extrañó de verme luego de
mucho tiempo, le conté de mis razones y ella de lo vivido en el tiempo que dejamos
de vernos, así como las nuevas líneas de producto que estaba ofreciendo, tomé uno
recomendado por ella. Supe que lograron traer al Perú a toda su familia, su padre había
fallecido aquí el año pasado y la señora
amable que me había atendido antes, era su madre, todo vuelve pareciera
decirme los hechos. Nos despedimos como siempre con un abrazo, buenos deseos y
pronto retorno.
Cuando me alejé del lugar
agradecía a la vida por sus misterios, sonreí y le di gracias a Dios,
porque estas dos mujeres con las que me topé un día, no sólo habían
tomado en sus manos, sino ejercido su libre albedrio, plasmando sus sueños y
por efecto de arrastre de adentro para afuera, junto a ellas, de otras mujeres y hombres que las circundan, se acercan,
benefician y las benefician. Sin duda que aun tienen mucho porque luchar, pues
su día a día es de trabajo sostenido, sin embargo descubro en ambas a diferencia de otras
mujeres emprendedoras, respeto para con su equipo de trabajadoras, atención y gentileza
para sus clientas, en su rostro sus bellos ojos brillantes siempre
suelen estar acompañados de una sonrisa y paz en el ambiente donde están sus
tiendas de belleza.
La India del siglo XXI ha
cambiado mucho respecto a hace dos siglos, sin embargo la velocidad de los
cambios en la vida de las mujeres es un proceso lento, su ingreso a la
modernidad y el ensanchamiento de su perspectiva de sujeto de derecho tiene
como barrera principal su condición de
mujer. El caso de Mukherjee[3] es
uno de los tantos que grafica no sólo su exposición al feminicidio como el que
se vive en América Latina –donde el principal perpetrador es la pareja o
alguien próximo-, sino que en el caso de ella y sus congéneres se extiende
al espacio público, donde hombres con escasa capacidad para asumir los cambios
en tanto el cambio cultural es lento en contraste al económico, social y
político, ven a las mujeres no como
sujeto de competencia abierta sino amenaza de un enemigo despreciable que
históricamente estuvo sometida a él.
La agresión que desfiguró y trastocó
la vida de Mukherjee, es un referente
que puso en agenda el endurecimiento de la pena por un delito semejante que
rige desde abril (2013) castigando a los perpetradores de los ataques
con ácido a cadena perpetua en la cárcel, junto con una multa, un comentario al
artículo advierte lo frecuente que debe ser el hecho para radicalizar la
sanción.
Que en la India cada veinte minutos una mujer es violada y el
incremento alarmante de las cifras de
feminicidios[4] es el artículo que motivo este escrito, buscando
alimentar una dinámica universal de apuesta porque crezcan las condiciones para
liberar del sufrimiento a mis congéneres no por distantes menos dolorosos, sino
más impotentes. Y antes de adentrarme en la frustración por la impotencia, quiero dibujar con la
historia de Mitu y Misu, que para muchas mujeres de la India como ellas hay un mañana diferente, que la luchan por hacerse otro mundo este es posible, aun
cuando eso signifique trasladar su mundo al interior de otro. Está la esperanza
de que en algún momento esa fuerza personal y nuestra conciencia colectiva se revierta en la liberación
de mujeres abusadas y sometidas en el planeta.