domingo, 18 de enero de 2015

DUELOS: SIGNIFICANTES Y SIGNIFICADOS


Para quienes hemos aprendido a ser gregari@s, existen diversos modos de procesar colectivamente nuestras pérdidas o duelos, dependiendo de quienes están para realizarlos. Quienes somos o hayamos sido en vida nuestros vínculos, el modo como hemos dejado crecer o no a nuestro ser, la forma como hayamos construido nuestro estar para vivir o dejar de hacerlo y hacer para servir o sólo servirnos. 
En los sectores populares urbanos y andinos, donde he compartido frecuentemente estos procesos, existen tantos ritos como diversos modos de vivir se han configurado. En algunos casos se inicia antes de la muerte propiamente dicha, cuando el estar se deteriora progresivamente a través de una enfermedad terminal que puede durar años o meses, produciéndose   actos y gestos   expresos que dan   contenido a la solidaridad. Los que serán intensos o breves, cercanos o distantes, dramáticos o festivos, expresos o implícitos. En realidad todo dependerá de los lazos   de amor entretejido o el grado de individualismo instalado en cada un@, la idea dela reciprocidad, semejanza y reconocimiento de la propia finitud. De la idea que se tenga en torno a la vida y la muerte. Por cuanto la compañía, asistencia, apoyo, cuidado o sólo aprendizaje vendrá a ser consecuencia y concatenación del modo que se expresa la vida y la muerte.
Como bien dice Elisabeth Kubler Ross, las experiencias y convivencias con situaciones de enfermedades terminales, se produce una profunda reciprocidad, que suele recubrirse con un enfoque de auxilio al paciente, cuando en realidad es un acto de intercambio, que sólo es posible advertir cuando se asume nuestra propia finitud: “Aunque iban a morir, comprendían que era posible que su vida aún tuviera una finalidad, que tenían un motivo para vivir hasta el último aliento. Podían seguir creciendo espiritualmente y contribuir al crecimiento de quienes los escuchaban.” (Kluber-Ross: 200, 58)[1]
En casos donde la muerte llega imprevistamente, el golpe y la movilización solidaria es veloz, aquí no cabe “Mi tío es bombero”, como decía mi amiga Rosa Pacheco allá por los ochenta.  Es o no es, se está disponible o no se está, se tienen fuerzas o se agotan, no hay espacio para el   mañana, se moviliza o inmoviliza. La noticia corre como reguero de pólvora, vecin@s,    deud@s y   buen@s samaritan@s emergen y asumen su rol, haciendo que el tránsito entre el dolor y la despedida no sea desvirtuada por los requisitos y exigencias de procedimientos legales que nunca faltan ni sirven, para la vida menos durante la muerte pero hay que hacerlo, es nuestro modo de dejar constancia que estuvimos un tiempo en esta dimensión, por lo menos   estadísticamente. 
Paralelamente l@s deudos más vulnerables ante la muerte y el duelo son acompañad@s en el dolor que es vertido en el velorio simbólico de prendas percibidas como favoritas de quien en vida fue, para ubicarlo al lado de quienes sufren su partida, evitar se extravié en su nueva vida, tenga eterno descanso y quizás la comprensión de su alma que pasó a otra dimensión, como vemos cada día más en más de una película.
El velorio del cuerpo presente, es sin duda el momento central del proceso de despedida de quien ha muerto, creando el espacio anímico, social, cultural y religioso, para dejar fluir el dolor. Cada quién y cada cual a su modo. Un velorio en su contendido y significado podría catalogarse de igual en nuestra sociedad, afirmamos frecuentemente que   independiente de quienes fuimos somos iguales ante la muerte,   a veces pienso que sólo se trata de que todo@s somos finitos. Pero si nos detenemos en los procesos gestos, ritos de unos y otros, hallamos marcadas diferencias de cómo se vive la muerte y en cada sector social.
En este punto sólo haré una anotación respecto a otros sectores sociales por ser notables las diferencias. En los sectores medios y altos, el velorio se realiza en un velatorio, espacios ad hoc a la muerte, transformándose en acto público aun cuando sea privado por cuanto hay que guardar las formas y horario definidos, como si se hubiera previsto administrar el discurrir de los gestos y sus intensidades. No es posible quedarse más de un breve tiempo porque se satura.  Para l@s deud@s, aligera la permanencia al lado de la muerte, los saludos y el dolor desgastante, alguna vez escuche afirmar que estos espacios permitían enfrentar a la muerte con estoicismo y dignidad. Me pregunté en su momento si esto era posible.
En el caso de los sectores populares, inversamente, es un acto privado aun cuando sea público, quien muere pobre o no rico se vela en su casa, su calle o barrio y en el mejor de los casos tiene misa de cuerpo presenten en su capilla, parroquia u iglesia. El espacio del velorio deja de ser impersonal para transformarse en pertenencia y pertinencia, donde por última vez espacio donde los diversos actores se funden, transformándose en acto simbólico de reunir, unir y comulgar a la diversidad con los que vivió hasta la muerte. Las mujeres y hombres se distribuyen la atención de unos a otros.
En los pueblos del Perú y los conos de Lima, el contenido del velorio se transforma en oportunidad para que cada quien establezca la última conexión con quien en vida fue a través de sus sobrevivientes y dolientes.   Cada cual   va dejando su tributo unido a una narrativa de los hechos previos,   encuentros misteriosos,   anuncios y despedidas premonitorias, hasta el     estado en los momentos de partida. Siempre me ha conmovido el esfuerzo por cargar sobre sus hombros el cuerpo de quien en vida fue y la reverencia simbólica de despedida de su casa, el lugar preferido y el barrio. El carro fúnebre va delante en tanto hombres y mujeres se turnan en cargar el ataúd. Pueda que en todos estos gestos, se reelaboren el significado y significante del dolor ante la muerte hallando    consuelo en el descanso en paz del que en vida fue y la resignación de tod@s.
El rito comunitario   entrelaza la vida, muerte, dolor, consuelo, solidaridad y compartir, que va desde gestos de aporte material a modo de ofrendas florales, pasando por café, azúcar, galletas, hasta sal. Aquello que siempre me conmueve en las comunidades andinas y las zonas populares es la materialización visual y simbólica de unidad, como una unidad (comunidad). Se deja atrás distancias, diferencias, tensiones que se producen en la vida cotidiana. De quien menos se espera emerge la disponibilidad, entrega y compañía. La muerte aligera tensiones y salda deudas reales y simbólicas, mientras que el padecimiento crea espacio para los perdones.
El entierro o crematorio (cada vez más usual aun cuando resistente para ciertas creencias y prácticas), es el último acto de compañía y solidaridad, en él suele desbordarse el dolor en gestos y palabras, los sentimientos de culpa o asentarse la resignación, es la oportunidad de elevar la voz, para el recuerdo, perdón y hasta la exigencia de justicia.  Culminado el entierro las personas más cercanas e íntimas a los deudos retornan hacia el hogar en duelo para un último compartir.
En los pueblos andinos y sus migrantes de las ciudades, se produce un último adiós a los cinco días “pishgay” (cinco)[2], un rito espiritual que consiste en asumir la muerte como partida irreversible, universal y sin excepciones, una nueva oportunidad   para mirar la vida y muerte propia en perspectiva, que en un nuevo esfuerzo de negación y resistencia, se trasfiere   al alma de quien en vida fue, expresando una vez más “X… puedes ir en paz”. Y se limpia en comunidad y/o parientes  la casa, cada objeto suyo, aquello que fue tocado en vida, para generalmente distribuirlo entre cada persona que fue significante. Es una herencia colectiva que va más allá de la materia, enlazándose en lo espiritual.  Creándose una nueva oportunidad de   compartir y departir el dolor que circula entre todos, no se apropia de sólo un@ por cuanto no se transforma en tristeza que deprime, enferma e incapacita. Un proceso de desapego material que exorciza   y aleja la tristeza, para asumir al dolor como aprendizaje de vivir con la ausencia del ser, en tanto que presencia espiritual y simbólica es vívido permanente. 
Conocer y compartir estos procesos permite entender el dolor profundo y la inviabilidad de la resignación para quienes no ha sido imposible hacer el rito de despedida hasta enterrar a sus muertos, puesto que los funerales viene a ser el último acto humano donde es posible el reencuentro de la vida con la muerte entre seres amad@s, apreciad@s y la renovación de la idea primigenia de nuestra finitud material que intentamos día a día olvidar y actuamos como si ella no existiera, así como la   infinitud espiritual que ignoramos porque nos libera de obligaciones hacia adentro, o porque a veces es más tentador vivir cada minuto como si fuera el último que cada minuto como como si  fuera el primero En el duelo andino se va más allá, son ritos que ayudan a estructurar una respuesta a la experiencia existencial de la muerte en el plano de los valores, las creencias y el sentido de la vida y de la muerte. Este plano más profundo del contenido, lo cognoscitivo, que en ciertas terapias se quiere dejar de lado, está también presente en los ritos del duelo andino.”(Alaez: 2001)[3].
En cada uno de estos ritos hombres y mujeres con diferentes credos y fe, hacen suya la oportunidad de "mostrar respeto", colocando al centro la memoria de quien dejó de existir. Las personas cercanas dan cuenta de cada   facetas de su ser desde su percepción, lectura, memoria y reconstrucción –nadie se opone, ni discute; cada versión es válidas y verdaderas-, por cuanto el ser inerte, pese a carecer de voz, ella se encarna en cada un@ haciéndose firme, permanente, integral y central. Plasmándose la idea de que sólo te conocen, reconocen y valoran   cuando ya no puedes negar o afirmar y que no hay muerto malo. Por ello no es extraño que se construyan misterios, fábulas, mitos y leyendas cumpliéndose la máxima que no hay difunto malo ni humano, sólo ligero o pesado.
La partida de Emma Hilario al producirse en la distancia   privó de todos estos ritos a quienes la conocimos y vivimos. Compensándose en parte con un momento de reencuentro que tuvo como texto una misa de bendición a sus cenizas. Si bien el tiempo no transcurrió en vano, haciendo que la homilía fuera abstracta, la agenda de fondo fue colocado por las compañeras de base y   las dos mujeres que compartieron con ella la responsabilidad de representación y dirección de comedores autogestionarios (1986 -90) y populares (1991-96), por ello no es de extrañar que     de las expresiones se agolparan y expresaron diversamente, transformándose el acto de peticiones, en homilía de pueblo desde el llano y no el púlpito.
En términos ortodoxos de Luis Cipriani seguramente la misa no habrá alcanzado las exigencias para ser reconocida como tal, existiendo suficiente pretexto para poner en práctica una serie de medidas eclesiales represivas que van desde la sanción a sus autoridades hasta la excomunión de sus fieles.
Para quienes hemos aprendido que la misa es una celebración comunitaria que si bien congrega a fieles creyentes y comulgantes con la religión católica,   tiene   suficiente    espacio a modo de casa abierta para acoger con respeto a simpatizantes, agnósticos e indiferentes.  Donde su concepto de iglesia participativa ha incluido desde hace mucho: el canto, cuento y la oración como espacio de expresión de su comunidad.
La misa para Emma Hilario, fue una oportunidad para mostrar tolerancia, apertura   y pluralidad desde un ala de la iglesia católica, pero principalmente fue ese espacio de comunión y comunidad para el rito de despedida, donde admite la muerte como inicio de una nueva vida, invitando a pensar en la vida, su contenido, oportunidades y exigencias.
Así es como el espíritu de Emma, nos convocó a un momento de comunión entre diversidades, unión y compromiso. En mi caso particular, me permitió mirar el pasado con ojos de hoy,   aprendizajes acumulados análisis y reflexión, que son menos ingenuos y apasionados, mientras se desgranaba los discursos políticamente correctos, agradecí a la vida y Dios haber sido parte de las  historias de mujeres que sobrevivieron a los tiempos sin nombre y pudieron contarlo. Para mirar desde adentro a la responsabilidad de cerca, lo que fue el devenir de nuestros propios haceres entre ensayo y error porque a nadie se nos preparó para vivir lo vivido.
Los abrazos me llevaron   nuevamente hacia sentimientos agazapados, interrogantes que jamás nacieron porque en ese tiempo desconfiábamos de nuestra propia sombra y cuando la osadía e intrepidez dejaba   filtrarse alguna temeridad, sólo se volvía la vista hacia otro lado o bastaba con acusar de no ponerte la camiseta. El silencio, la sordera, el monólogo fue un espacio propicio para que se acrecentara el miedo y el terror se instalara. Ahora que lo pienso, los actores principales de la violencia política (Estado y grupos violentistas) fueron sin duda   responsables centrales de la muerte, el abuso, la inseguridad de hombres y mujeres colocados al centro del conflicto. Y donde mujeres de a pie  como Emma Hilario[4], Elvira Torres y Rosa Landaverry[5]  fueron para ambos bandos  daños colaterales que pueden contarlo y otras como María Elena Moyano[6] y Pascuala Rosado[7] murieron en el intento sin haber comprendido realmente su propio derrotero y la absurda insania que les arrebató la vida[8].
Para quienes fuimos acompañantes, aliad@s, comparsas, apoyos de esas mujeres, con poco o mucho miedo, conscientes o inconscientes de nuestro propio riesgo, como sucedió con Consuelo García[9] que dejo la vida en ello. Aún queda mucho por revisar, comprender y aprender de nuestro papel en tiempos de miedo, para no abstraer y generalizar responsabilidades, sino mirar adentro y derredor aciertos, desaciertos, silencios, omisiones, complicidades, olvidos y reediciones. Para no cerrar la página sin aprender la lección por un nunca más. Para no   creernos consciente o inconscientemente fábulas propias o ajenas, para sólo dormir tranquil@s o cosechar congratulaciones   ahuyentando a nuestro propio espanto.  
Con estos pensamientos por compañía me alejé de la segunda parte del rito en memoria de Emma. Cuando miré en derredor descubrí no estaba sola,   era  un sentimiento compartido, guiándonos hacia nuevas exploraciones de percepciones retrospectivas  mientras transitamos las calles que hace más de 23 años transitó y  vivió Emma Hilario, mas  ese es un nuevo tema  a compartir otro día.