Para quienes hemos aprendido a ser
gregari@s, existen diversos modos de procesar colectivamente nuestras pérdidas o
duelos, dependiendo de quienes están para realizarlos. Quienes somos o hayamos
sido en vida nuestros vínculos, el modo como hemos dejado crecer o no a nuestro
ser,
la forma como hayamos construido nuestro estar para vivir o dejar de hacerlo
y hacer para servir o sólo servirnos.
En los sectores populares urbanos y
andinos, donde he compartido frecuentemente estos procesos, existen tantos
ritos como diversos modos de vivir se han configurado. En algunos casos se
inicia antes de la muerte propiamente dicha, cuando el estar se deteriora
progresivamente a través de una enfermedad terminal que puede durar años o
meses, produciéndose actos y gestos expresos
que dan contenido a la solidaridad. Los que serán
intensos o breves, cercanos o distantes, dramáticos o festivos, expresos o
implícitos. En realidad todo dependerá de los lazos de amor entretejido
o el grado de individualismo instalado en cada un@, la idea dela
reciprocidad, semejanza y reconocimiento de la propia finitud. De la idea que
se tenga en torno a la vida y la muerte. Por cuanto la compañía, asistencia,
apoyo, cuidado o sólo aprendizaje vendrá a ser consecuencia y concatenación del
modo que se expresa la vida y la muerte.
Como bien dice Elisabeth Kubler Ross,
las experiencias y convivencias con situaciones de enfermedades terminales, se
produce una profunda reciprocidad, que suele recubrirse con un enfoque de
auxilio al paciente, cuando en realidad es un acto de intercambio, que sólo es
posible advertir cuando se asume nuestra propia finitud: “Aunque iban a morir, comprendían que era posible que su vida aún
tuviera una finalidad, que tenían un motivo para vivir hasta el último aliento.
Podían seguir creciendo espiritualmente y contribuir al crecimiento de quienes
los escuchaban.” (Kluber-Ross: 200, 58)[1]
En casos donde la muerte llega
imprevistamente, el golpe y la movilización solidaria es veloz, aquí no cabe “Mi tío es bombero”, como decía mi amiga
Rosa Pacheco allá por los ochenta. Es o
no es, se está disponible o no se está, se tienen fuerzas o se agotan, no hay
espacio para el mañana, se moviliza o inmoviliza. La noticia
corre como reguero de pólvora, vecin@s, deud@s
y buen@s samaritan@s emergen y asumen su rol, haciendo
que el tránsito entre el dolor y la despedida no sea desvirtuada por los requisitos
y exigencias de procedimientos legales que nunca faltan ni sirven, para la vida
menos durante la muerte pero hay que hacerlo, es nuestro modo de dejar constancia
que estuvimos un tiempo en esta dimensión, por lo menos estadísticamente.
Paralelamente l@s deudos más
vulnerables ante la muerte y el duelo son acompañad@s en el dolor que es
vertido en el velorio simbólico de prendas percibidas como favoritas de quien
en vida fue, para ubicarlo al lado de quienes sufren su partida, evitar se extravié
en su nueva vida, tenga eterno descanso y quizás la comprensión de su alma que
pasó a otra dimensión, como vemos cada día más en más de una película.
El velorio del cuerpo presente, es sin
duda el momento central del proceso de despedida de quien ha muerto, creando el
espacio anímico, social, cultural y religioso, para dejar fluir el dolor. Cada
quién y cada cual a su modo. Un velorio en su contendido y significado podría
catalogarse de igual en nuestra sociedad, afirmamos frecuentemente que independiente
de quienes fuimos somos iguales ante la muerte, a veces pienso que sólo se trata de que
todo@s somos finitos. Pero si nos detenemos en los procesos gestos, ritos de
unos y otros, hallamos marcadas diferencias de cómo se vive la muerte y en cada
sector social.
En este punto sólo haré una anotación
respecto a otros sectores sociales por ser notables las diferencias. En los
sectores medios y altos, el velorio se realiza en un velatorio, espacios ad hoc
a la muerte, transformándose en acto público aun cuando sea privado por cuanto
hay que guardar las formas y horario definidos, como si se hubiera previsto
administrar el discurrir de los gestos y sus intensidades. No es posible
quedarse más de un breve tiempo porque se satura. Para l@s deud@s, aligera la permanencia al
lado de la muerte, los saludos y el dolor desgastante, alguna vez escuche
afirmar que estos espacios permitían enfrentar a la muerte con estoicismo y
dignidad. Me pregunté en su momento si esto era posible.
En el caso de los sectores populares,
inversamente, es un acto privado aun cuando sea público, quien muere pobre o no rico se vela en su casa, su
calle o barrio y en el mejor de los casos tiene misa de cuerpo presenten en su
capilla, parroquia u iglesia. El espacio del velorio deja de ser impersonal
para transformarse en pertenencia y pertinencia, donde por última vez espacio donde
los diversos actores se funden, transformándose en acto simbólico de reunir,
unir y comulgar a la diversidad con los que vivió hasta la muerte. Las mujeres
y hombres se distribuyen la atención de unos a otros.
En los pueblos del Perú y los conos de
Lima, el contenido del velorio se transforma en oportunidad para que cada quien
establezca la última conexión con quien en vida fue a través de sus sobrevivientes
y dolientes. Cada cual
va dejando su tributo unido a una
narrativa de los hechos previos, encuentros misteriosos, anuncios y despedidas premonitorias, hasta el estado
en los momentos de partida. Siempre me ha conmovido el esfuerzo por cargar
sobre sus hombros el cuerpo de quien en vida fue y la reverencia simbólica de
despedida de su casa, el lugar preferido y el barrio. El carro fúnebre va
delante en tanto hombres y mujeres se turnan en cargar el ataúd. Pueda que en
todos estos gestos, se reelaboren el significado y significante del dolor ante
la muerte hallando consuelo en el descanso en paz del que en vida
fue y la resignación de tod@s.
El rito comunitario entrelaza
la vida, muerte, dolor, consuelo, solidaridad y compartir, que va desde gestos
de aporte material a modo de ofrendas florales, pasando por café, azúcar,
galletas, hasta sal. Aquello que siempre me conmueve en las comunidades andinas
y las zonas populares es la materialización visual y simbólica de unidad, como una unidad (comunidad). Se deja
atrás distancias, diferencias, tensiones que se producen en la vida cotidiana.
De quien menos se espera emerge la disponibilidad, entrega y compañía. La
muerte aligera tensiones y salda deudas reales y simbólicas, mientras que el
padecimiento crea espacio para los perdones.
El entierro o crematorio (cada vez más
usual aun cuando resistente para ciertas creencias y prácticas), es el último
acto de compañía y solidaridad, en él suele desbordarse el dolor en gestos y
palabras, los sentimientos de culpa o asentarse la resignación, es la
oportunidad de elevar la voz, para el recuerdo, perdón y hasta la exigencia de
justicia. Culminado el entierro las
personas más cercanas e íntimas a los deudos retornan hacia el hogar en duelo
para un último compartir.
En los pueblos andinos y sus migrantes
de las ciudades, se produce un último adiós a los cinco días “pishgay” (cinco)[2],
un rito espiritual que consiste en asumir la muerte como partida irreversible,
universal y sin excepciones, una nueva oportunidad para
mirar la vida y muerte propia en perspectiva, que en un nuevo esfuerzo de
negación y resistencia, se trasfiere al alma de quien en vida fue, expresando una vez
más “X… puedes ir en paz”. Y se
limpia en comunidad y/o parientes la
casa, cada objeto suyo, aquello que fue tocado en vida, para generalmente
distribuirlo entre cada persona que fue significante. Es una herencia colectiva
que va más allá de la materia, enlazándose en lo espiritual. Creándose una nueva oportunidad de compartir y departir el dolor que circula
entre todos, no se apropia de sólo un@ por cuanto no se transforma en tristeza
que deprime, enferma e incapacita. Un proceso de desapego material que
exorciza y aleja la tristeza, para
asumir al dolor como aprendizaje de vivir con la ausencia del ser, en tanto que
presencia espiritual y simbólica es vívido permanente.
Conocer y compartir estos procesos
permite entender el dolor profundo y la inviabilidad de la resignación para
quienes no ha sido imposible hacer el rito de despedida hasta enterrar a sus
muertos, puesto que los funerales viene a ser el último acto humano donde es
posible el reencuentro de la vida con la muerte entre seres amad@s,
apreciad@s y la renovación de la idea primigenia de nuestra finitud material que
intentamos día a día olvidar y actuamos como si ella no existiera, así como
la infinitud espiritual que ignoramos
porque nos libera de obligaciones hacia adentro, o porque a veces es más
tentador vivir cada minuto como si fuera el último que cada minuto como como
si fuera el primero “…En el duelo andino se va más allá, son
ritos que ayudan a estructurar una respuesta a la experiencia existencial de la
muerte en el plano de los valores, las creencias y el sentido de la vida y de
la muerte. Este plano más profundo del contenido, lo cognoscitivo, que en
ciertas terapias se quiere dejar de lado, está también presente en los ritos
del duelo andino.”(Alaez: 2001)[3].
En cada uno de estos ritos hombres y
mujeres con diferentes credos y fe, hacen suya la oportunidad de "mostrar respeto", colocando
al centro la memoria de quien dejó de existir. Las personas cercanas dan cuenta
de cada facetas de su ser desde su percepción, lectura,
memoria y reconstrucción –nadie se opone, ni discute; cada versión es válidas y
verdaderas-, por cuanto el ser inerte,
pese a carecer de voz, ella se encarna en cada un@ haciéndose firme, permanente,
integral y central. Plasmándose la idea de que sólo te conocen, reconocen y
valoran cuando ya no puedes negar o afirmar y que no
hay muerto malo. Por ello no es extraño que se construyan misterios, fábulas,
mitos y leyendas cumpliéndose la máxima que no hay difunto malo ni humano, sólo
ligero o pesado.
La partida de Emma Hilario al
producirse en la distancia privó de todos estos ritos a quienes la
conocimos y vivimos. Compensándose en parte con un momento de reencuentro que
tuvo como texto una misa de bendición a sus cenizas. Si bien el tiempo no
transcurrió en vano, haciendo que la homilía fuera abstracta, la agenda de
fondo fue colocado por las compañeras de base y las dos
mujeres que compartieron con ella la responsabilidad de representación y
dirección de comedores autogestionarios (1986 -90) y populares (1991-96), por
ello no es de extrañar que de las expresiones se agolparan y expresaron
diversamente, transformándose el acto de peticiones, en homilía de pueblo desde
el llano y no el púlpito.
En términos ortodoxos de Luis Cipriani
seguramente la misa no habrá alcanzado las exigencias para ser reconocida como
tal, existiendo suficiente pretexto para poner en práctica una serie de medidas
eclesiales represivas que van desde la sanción a sus autoridades hasta la
excomunión de sus fieles.
Para quienes hemos aprendido que la
misa es una celebración comunitaria que si bien congrega a fieles creyentes y
comulgantes con la religión católica, tiene
suficiente espacio a modo de casa abierta para acoger con
respeto a simpatizantes, agnósticos e indiferentes. Donde su concepto de iglesia participativa ha
incluido desde hace mucho: el canto, cuento y la oración como espacio de
expresión de su comunidad.
La misa para Emma Hilario, fue una
oportunidad para mostrar tolerancia, apertura y
pluralidad desde un ala de la iglesia católica, pero principalmente fue ese
espacio de comunión y comunidad para el rito de despedida, donde admite la
muerte como inicio de una nueva vida, invitando a pensar en la vida, su
contenido, oportunidades y exigencias.
Así es como el espíritu de Emma, nos convocó
a un momento de comunión entre diversidades,
unión y compromiso. En mi caso particular, me permitió mirar el pasado con ojos
de hoy, aprendizajes acumulados análisis y reflexión,
que son menos ingenuos y apasionados, mientras se desgranaba los discursos
políticamente correctos, agradecí a la vida y Dios haber sido parte de las historias de mujeres que sobrevivieron a los
tiempos sin nombre y pudieron contarlo. Para mirar desde adentro a la
responsabilidad de cerca, lo que fue el devenir de nuestros propios haceres entre
ensayo y error porque a nadie se nos preparó para vivir lo vivido.
Los abrazos me llevaron nuevamente hacia sentimientos agazapados,
interrogantes que jamás nacieron porque en ese tiempo desconfiábamos de nuestra
propia sombra y cuando la osadía e intrepidez dejaba filtrarse
alguna temeridad, sólo se volvía la vista hacia otro lado o bastaba con acusar
de no ponerte la camiseta. El silencio, la sordera, el monólogo fue un espacio
propicio para que se acrecentara el miedo y el terror se instalara. Ahora que
lo pienso, los actores principales de la violencia política (Estado y grupos
violentistas) fueron sin duda responsables centrales de la muerte, el abuso,
la inseguridad de hombres y mujeres colocados al centro del conflicto. Y donde
mujeres de a pie como Emma Hilario[4],
Elvira Torres y Rosa Landaverry[5]
fueron para ambos bandos daños
colaterales que pueden contarlo y otras como María Elena Moyano[6]
y Pascuala Rosado[7]
murieron en el intento sin haber comprendido realmente su propio derrotero y la
absurda insania que les arrebató la vida[8].
Para quienes fuimos acompañantes,
aliad@s, comparsas, apoyos de esas mujeres, con poco o mucho miedo, conscientes
o inconscientes de nuestro propio riesgo, como sucedió con Consuelo García[9]
que dejo la vida en ello. Aún queda mucho por revisar, comprender y aprender de
nuestro papel en tiempos de miedo, para no abstraer y generalizar
responsabilidades, sino mirar adentro y derredor aciertos, desaciertos,
silencios, omisiones, complicidades, olvidos y reediciones. Para no cerrar la
página sin aprender la lección por un nunca más. Para no creernos consciente o inconscientemente
fábulas propias o ajenas, para sólo dormir tranquil@s o cosechar
congratulaciones ahuyentando a nuestro propio espanto.
Con estos pensamientos por compañía me
alejé de la segunda parte del rito en memoria de Emma. Cuando miré en derredor
descubrí no estaba sola, era un
sentimiento compartido, guiándonos hacia nuevas exploraciones de percepciones
retrospectivas mientras transitamos las
calles que hace más de 23 años transitó y
vivió Emma Hilario, mas ese es un
nuevo tema a compartir otro día.
[1]
Kübler-Ross, Elisabeth. La Rueda de la Vida, Ediciones B, 2000 - 379 p.
[2] http://www.andes.missouri.edu/andes/Especiales/FCR_Muertos.html
[3] http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0717-73562001000200002
[4] http://white.lim.ilo.org/ipec/documentos/invertir_familia_tid_pe.PDF
[5] http://livros01.livrosgratis.com.br/cp138948.PDF
[6] https://www.youtube.com/watch?v=aOmH_3aXliM
[7] https://www.youtube.com/watch?v=Tp3vQsNUQV8
[8] http://www.cverdad.org.pe/ifinal/pdf/TOMO%20VII/Casos%20Ilustrativos-UIE/2.57.%20MOYANO%20Y%20PASCUALA.PDF
[9] http://www.latinamericanstudies.org/peru/RODRIGO-FRANCO.PDF
[2] http://www.andes.missouri.edu/andes/Especiales/FCR_Muertos.html
[3] http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0717-73562001000200002
[4] http://white.lim.ilo.org/ipec/documentos/invertir_familia_tid_pe.PDF
[5] http://livros01.livrosgratis.com.br/cp138948.PDF
[6] https://www.youtube.com/watch?v=aOmH_3aXliM
[7] https://www.youtube.com/watch?v=Tp3vQsNUQV8
[8] http://www.cverdad.org.pe/ifinal/pdf/TOMO%20VII/Casos%20Ilustrativos-UIE/2.57.%20MOYANO%20Y%20PASCUALA.PDF
[9] http://www.latinamericanstudies.org/peru/RODRIGO-FRANCO.PDF