martes, 16 de abril de 2019

ENTRE EL CELIBATO Y PEDERASTIA


Tras mi peregrinar por credos y religiones a lo largo de mi segunda vida -considerando que cada una de ellas tiene ciclos de siete años-,  me detuve en ese entonces en aquella que  mis padres me heredaban, donde fui bautizada y encomendada a la santa de mi madrina, en la semana que siguió a mi nacimiento, porque no pasaría de ella.  Por cuanto soy Católica por opción, convicción e iniciativa de mis catorce años, donde hice simultáneamente mi primera comunión y confirmación, eligiendo la iglesia, el proceso de preparación y la madrina, sin ocupación ni presión de mis padres o inversión de conversión de la iglesia como institución.

A diferencia de muchas personas que buscan su espiritualidad cercano a la muerte y por temor a ella o sólo por el peso de sus “pecados” y las  ganas de depositarlo en algún lugar o responsabilizar a un  ser supremo de su destino,  yo lo inicié aproximadamente alrededor de mis seis años, tomada de la mano de mi tía abuela Rosa Herrera.

En aquel entonces,  mi posición de exclusividad como ombligo del mundo fue trastocado, había nacido mi hermana Lucy,  por tanto dejé de ser el centro en la vida de mis padres, así que mi abuela Rosa era mi refugio, especialmente los fines de semana. Por su lado,  ella había iniciado el proceso usual, tras la búsqueda de su espiritualidad, así que por esos abismos y puentes de encuentro intergeneracional, recorrimos juntas las iglesias protestantes, nos asomamos a las sectas y hasta los círculos de oración.

Mi abuela se detuvo en la biblia, cuando bordeando los setenta años aprendió a leer. Pienso que se habría agitado y conflictuado menos, si hubiera decido aprender a leer antes de su incursión por todos los credos, hasta que finalmente se libró de todas las religiones, siguió a su propio corazón y divinidad. Mientras esto sucedía con mi compañera de viaje espiritual, yo seguí en mi búsqueda, inclusive después de declararme católica. Hoy estoy cercana a mi abuela, gracias a ella, requerí menos de la mitad de su tiempo para comprenderlo.

Cuando alguien me dicen lee la palabra de Dios, suelo mirarla con conmiseración pienso y me digo en silencio: “Si supieras que he leído desde mis seis años, todas las traducciones, incluyendo las apócrifas”. Sucede que durante el peregrinar de mi abuela, me pedían leer por ser la única de mi edad que lo hacía con propiedad y también porque muchos de los(as) participantes no sabían leer tal y como mi abuela. En tanto que yo aprendí a los cinco, al igual que mi niña Puñuy, luego  leería con avidez la biblia, y más adelante, participaría de muchos curso de teología.

Un tema que he discutido largo, con más de un amigo sacerdote y monja, especialmente entre mi adolescencia y juventud, fue el cuestionamiento a sus votos de castidad y/o sometimiento al celibato,  sobre esa renuncia “voluntaria” a ejercer su sexualidad. Lo hice gracias a mi privilegiada cercanía y posición irreverente,  mi observación de hechos,  vidas y haceres compartidos. 

Solía preguntaba porqué y cómo canalizaban su  natural  y humano líbido. Hoy debo reconocer que sólo debía pensaren aquello que sucede en la convivencia militar allí donde los hombres se juntan poniendo siempre a prueba su virilidad y estereotipo, abusando del más débil, aquel que no cubría los atributos del macho fuerte.
La pederastía(1) como práctica sistemática al interior de la Iglesia Católica (IC)  nos mueve y remueve, por su implicancias y significado, su desborde es cual huayco que arrasa con todo,  sea por el lado personal de los(as) involucrados(as), como por el colectivo, social e institucional. Mostrándonos cómo se entronca la subordinación de la sexualidad al poder de la religión, en manos de una secta, alta y efectivamente organizada para la satisfacción de sus fines.

Ese binomio poder  y sexualidad, puede crear y recrear monstruos aberrantes, en las instituciones religiosas encerrarlos bajo siete llaves, encubrir y tolerar monstruosidades de la puerta para adentro, en tanto que desde un púlpito o la puerta para afuera, se condena el ejercicio sexual libre y diversa como seres humanos que existen en la tierra.

Casi adolescente me di cuenta de la humanidad de mujeres y hombres tras los hábitos. Sólo tenía 10 años cuando un monje franciscano fue a realizar su labor de profeta a mi colegio, era muy  joven posiblemente alrededor de los 25 años; pronto fue rodeado y acosado por las chicas de quinto,  el pobre no sabía cómo sortear esos momentos mostrando en el rostro el cambio de colores igual que un camaleón.  En casa me habían enseñado que los curas eran santos varones a los que se debía respeto y obediencia que constataba en la realidad que no era así, para mí  un monje era igual que un cura u obispo, porque todavía no diferenciaba un hábito de otro ni jerarquía alguna. 

Observar el comportamiento de aquel fraile y mis compañeras mayores, unido a mi mirada deambulante por otros credos me hizo suspicaz y menos crédula, aterrizando pronto en el convencimiento que no eran santos ni diferentes a todos(as), salvo sus trajes incómodos hasta los pies. No terminaba de comprender, porqué  si tanto criticaban que las niñas usáramos pantalones (en aquel entonces), los curas usaran sotanas cual vestido largos de mujeres  y los tomaban por santos. Tiempo después, lo poco que quedaba de la aureola mística de los curas, se me diluyó cuando leí la anticlerical novela Flor del Fango del José María Vargas Vila (1895)[2], que hallé en la basura sin pasta y faltando algunas hojas iniciales.

Más adelante cuando me hice  parte de la gran comunidad cristiana de San Cristóbal que en ese entonces  involucraba todo San Juan de Lurigancho y parte del Rímac,  donde Gustavo Gutiérrez y compañía desarrollarían la Teología de la Liberación,  observé como los curas  entre broma y broma se toqueteaban con algunas laicas y monjas, pareciéndome cada vez más humanos y menos alados. 

A ello se sumó que en cuarto y quinto de secundaria, nos enseñó el curso de religión una monja, que era mejor artista cantando y bailando el flamenco que profesora de religión. Cuando tenía oportunidad le preguntaba por qué  seguía de monja, ella respondía: “Porque amo a Dios y estoy casada con él”, yo insistía: “¿Lo has visto o sentido alguna vez?”, ella decía: “Todos los minutos de mi vida”, sonreía y se alejaba, en tanto yo me seguía preguntando cómo sería eso de amarse sin tocarse. Aun hoy me sigo preguntando, respecto a los casos de amores virtuales.

En la parroquia discutía con los seminaristas, diáconos y curas, cómo se sentían con su voto de castidad, por qué los hermanos nunca llegarían a ser sacerdotes, las monjas no podían hacer misa, porqué se tenían que ir de un lugar a otro y no tenían idea de dónde envejecería. Algunos me eludían con evasivas, otros me sonreían  y muchos se refugiaban bajo el concepto de vocación y también había quienes sólo me miraban con sospecha.

Cuando conocía Rosa Dominga en su trabajo con las prostitutas, declarada feminista y me asomó a los primeros escritos colocando el dedo sobre la llaga; junto a la masiva fuga de los seminaristas  jesuitas, curas que hacían misa y algunas monjas  entre 1978 a 1985, para sumarse a los partidos de izquierda, la educación popular, fundar o cofundar  las primeras ONG, estuve convencida que la enajenación de la vida sexual, familiar  de monjas y sacerdotes era insostenible.

Hasta inicios  de los noventa, insistí en aplicar el análisis social a las instituciones entre ellas la iglesia católica, y por ende, la necesidad del cambio en sus políticas, estaba convencida de la impostergable su democratización. Mi convencimiento creció, cuando fue esclareciéndose el papel de la Iglesia Católica en la vida política y el poder con la actitud, opinión y práctica del ex Cardenal Cipriani[3], se me antojaba cada día más castrense, más hipócrita e incoherente en su cúpula, mientras los de abajo tenían vidas uniformes, de privaciones y parecían mitad monje, mitad soldado,  despojados principalmente de su libertad de elegir, hacer, estar, con  quien y como vivir.

La castración simbólica de hombres y mujeres al  servicio de la Iglesia Católica aparecía desde mi infancia como  insostenible, porque era negar una condición humana a veces profundamente compleja  e impredecible, como sucedió con una pareja que ha quedado en nuestra historia, nos guste o disguste. 

Me refiero al caso del ex sacerdote Carlos Álvarez Calderón Ayulo quién renunció a sus votos  y se casó con la ex monja que se convirtió en Nelly Marión Evans Risco de Álvarez Calderón. El murió abrazando la educación popular que fue a lo largo de su vida su vocación y refugio[4]. Ella  lo abandonó junto a sus hijos para ser parte de Sendero Luminoso, transformándose en un hilo de la madeja que  hizo caer a Abimaél Guzmán[5], fue encarcelada y sobrevivió a la matanza del penal Castro Castro bajo el régimen de Fujimori y vivió para contarlo[6], pago su deuda social con 15 años de encierro y hoy está libertad[7].

Me asomé a las implicancias de las condiciones de vida de las monjas y sacerdotes,  fuera de la iglesia es decir la comunidad donde actuaban, cuando comprendí aquel viejo dicho: "Y por qué  que no a mí, ¡Acaso soy hijo del cura!", descubriendo el contenido simbólico del mismo. Pese a la presión del celibato, los curas de ayer como hoy tienen familia e hijos(as) gracias al amparo  de la distancia entre las zonas alejadas de un país y su capital, menos por rebeldía que flexibilidad institucional.

Allí donde no llega el Estado se diluye tanto el derecho como la norma y sólo se impone la costumbre, los códigos, pactos y poderes locales. Allí tampoco llega las manos de las autoridades eclesiales ni los "pecados sancionados por Dios", la presión institucional y/o sanción, pueda que por ello que sólo se expresa complicidad, tal como se grafica dos siglos atrás en la novela  Aves sin Nido de Clorinda Matto de Turner (1889)[8]  ambientada en el Cusco o en la Distancia que nos Separa de Renato Cisneros (2015)[9]  cuya historia se inicia en un pueblito de Huánuco y discurre hasta nuestras vidas contemporáneas.  

Fue alucinante en mis primeros viajes hacia el interior del país conocer  por ejemplo, las leyendas del convento de Santa Catalina en Arequipa (1975)   y luego de Santa Rosa de Ocopa en Concepción (1983)  donde todo  lo asociado con fetos enterrado parecía sólo superstición y maldad pura de ateos.  La cúspide fue cuando haciendo turismo con mi hija (1993)  conocí a Santa Fortunata, (momia a la que le crecía el cabello y las uñas) en el convento de Moquegua,  supe de la historia de la niña milagrosa,  que al poco tiempo aparecería como  contenido en la obra "Del Amor y Otros Demonios" de Gabriel García Márquez (1994)[10].

Allí me convencí entre la realidad y ficción que el sufrimiento humano de los seres alrededor y dentro de los claustros de la iglesia católica desbordaba mi argumento de democracia y derechos personales para situarse en el centro de los derechos humanos. Será por eso que la obra de Gabo me dolió hasta las lágrimas, en tiempo que estas no existían en mi vida, siendo desde ese entonces el regalo predilecto para mis sobrinas(os), junto con el Profeta de Khalil Gibran (1896) [11], Carta al Padre de Franz Kafka (1919)[12], las poesías de Ernesto Cardenal (1966)[13], 20 poemas de amor y una canción de Pablo Neruda [14]

Los casos de pederastia y abuso sexual, de niños(as), al cuidado de sacerdotes y también monjas, que  desde inicios de este nuevo siglo sacude a la Iglesia Católica, en lo personal afirma mis percepciones de adolescente, cuando observaba incoherencia entre discurso y práctica, como aquello que se decía en voz baja, que no quita la coexistencia de seres excepcionales con tanta devoción, gratuidad, entrega y servicio que conmueven en su ser y hacer. Aceptar esto último es también tolerancia y reconocer la diversidad en la sexualidad y la práctica de vida de seres humanos.

De allí atribuir  que el problema de los abusos y violaciones sexuales al interior de la iglesia católica  sea producto de algunos pocos "desviados(as)" es ocultar el sol con un dedo, negar la responsabilidad política de los jerarcas en una institución jerárquica y vertical, es no asumir con responsabilidad la atención y solución del problema.

Sigo creyendo como en mis 18 años, que la  decisión de castración simbólica  tanto de mujeres como hombres que son parte de la iglesia católica,  por obra y gracia de la  jerarquía eclesial, no anula su humanidad, sus tensiones, pulsiones y lívido, sólo se contienen hasta desembalsar en aquello que justamente condenan, abuso, felonía, en sus términos pecado.

Hoy estoy  más convencida que ayer, que tanto la estructura y dinámica de una iglesia jerarquía, dogmática de poder absoluto y cuasi divina que se instauró en la Iglesia Católica y que perdura hasta nuestros días, es aquello que se transformó en caldo de cultivo para el refugio de  pederastas, violadores, abusadores. Jamás sabremos la dimensión histórica, porque se remota a muchos siglos. 

Denunciar, buscar justicia y reparación, no sólo es la recuperación en parte de las víctimas, es ante todo despojar de divinidad los desaciertos humanos, así como la posibilidad de cambiar el sistema patriarcal y despótico instalada en las instituciones centrales de nuestras sociedades como suelen ser las iglesias, sus autoridades y el uso de sus religiones.



[6] Ver lo asociado con su relación de pareja, maternidad y familia ver pp. 8-11https://es.scribd.com/doc/163551000/Testimonio-de-Nelly-Evans-a-la-CVR