Muchas veces me preguntaba: ¿Cómo
habrán hecho las madres violadas que no abortaron para gestar, parir, cuidar y
ser madre del producto de ese salvajismo, vejación y atrocidad, en sus cuerpos
y con perpetuidad en sus vidas?
Y claro cuando era adolescente
siempre me asaltaba el temor de hallarme en tal situación por los casos que circundaban
mi mundo, a veces cubierto por el velo del silencio otros por las narrativas literarias y las más por la angustia de mujeres mayores
respecto a menores, hasta cuando mi madre me explicó el riesgo al que estaba expuesto
nuestros cuerpos por el hacho de ser mujeres.
Poco a poco fui comprendiendo que esos seres fascinantes, los hombres, con
quien nos gustaba tanto compartir. Esos seres semejantes a nosotras pero a la vez tan
diferentes que nos seducían, halagaban, deseaban,
decían amarnos también eran potenciales
amenazas a nuestra voluntad, cuerpo y vida. No tardé mucho en comprender que la
violación sexual contra las mujeres se ha producido en la historia humana, desde el instante en que
otro ser decidió imponerse por la fuerza, ejerciendo ventaja y poder.
En uno de mis primeros viajes,
estuve enfrentada a un evento del cual me sacó a flote mi serenidad, agilidad,
gran fortaleza y voz. Confirmándome el hecho en primera persona, que todas las mujeres, en algún momento de nuestra vida
estamos expuestas a ser violadas y embarazadas forzadamente por el sólo
hecho de ser mujeres, y de parir al producto de la violación, vivir con el estigma invisible marcado en
la mente, ante los ojos y el sufrimiento, a lo largo de la vida.
Suelo decir, que en momentos extremos
de nuestras vidas, junto a la adrenalina uno piensa a mil.
Inmediatamente a aquella experiencia, aun en shock y en tiempos de
escasa información (1974) pensé que de ser violada y producto de ello
embarazada, no hubiera dudado un segundo en optar por el aborto. Ese
pensamiento en medio de una crisis, se fue acentuando a medida que conocí el dolor de los seres que son
engullidos por el impacto de la violación
sexual, primero través de mi voluntariado por el trabajo social, más adelante en el desempeño profesional con mujeres de todos los sectores, edades,
procedencias, idiomas, credos. Incluyendo este tiempo como
docente, investigadora y mujer
que se aproximado a los problemas de las mujeres, me enfrento día a día con nuevas historias,
otra narrativa y el mismo argumento sobre el peso de las secuelas de la violación sexual
de mujeres.
Cuando conocí a más de una mujer violada y fui testigo de
su relación con la hija
o el hijo producto de una violación, y de ella o él con su madre, realmente entendí el contenido
de ese insulto que suele esgrimirse ante una mala persona "mal nacido(a)".
Hallé desde el lado de la madre
para con su hija(o) un trato agresivo,
frío, rígido y exigente; o por el
contrario otro aséptico, sobre protector,
enajenante y dislocado. Desde la hija o el
hijo -posiblemente por el énfasis del trato de la madre-, hallé a niñas(os) con problemas de conducta. A
adolecentes y jóvenes extremando notablemente las tendencias y
prácticas adolescentes de rebeldía, furia, agresividad y abandono. A mujeres y hombres adultas(os) carcomidos por el pesar, el
sufrimiento y la culpa. Como gritándole al mundo la convicción de SER producto de la violencia y desamor condenados
a transitar en medio del dolor. Recordándonos a cada instante que el acto de la
violación es la negación más profunda y
extrema de amor.
Algunas madres o quienes
asumen ese rol, ciertamente han
sublimado y dicen amar a su hijo/a pero no pueden negar que su relación es
diferente con otros(as) hijos(as). Llamaré José1 al primer caso y José2 al segundo que conocí por la década de los setenta del siglo
XX, ambos grafican esta relación.
José1 no entendía por qué su madre nunca lo
abrazaba, tampoco tenía recuerdo de sus besos, a pesar que él se esforzaba en hacer mérito a su condición de
primogénito, era el primero de cinco. Más tarde descubrió que se debía a que su
madre no se casó por amor y que él fue producto de una violación y que su padre no sólo era un mal padre sino también, un mal hombre. El buen hijo
que ansiaba el amor de su madre para compensar desamor y abuso de su padre, al descubrir que era producto de un no
amor de ambos, se entregó
al sufrimiento, alcohol y drogas, hasta cuando falleció. Su madre se sentía
culpable y decía que si hubiera tenido coraje para abortarlo, no lo hubiera
traído a este mundo para sufrir, tampoco se hubiera casado con su marido para sufrir hasta el fin de sus días.
José2, siempre estaba furioso, quería darle
a todo, al jugar el futbol su estilo era la del “machetero” ese que entra al campo decidido a “bajarse” al mejor jugador. Al terminar un partido, pregunté si
alguna vez sentía pena por el jugador a quien golpeaba y lo dejaba en malas
condiciones. Me miró extrañamente, me dijo: “Así
es el juego, así juego yo y a quien no le guste que no juegue o no vea”. Éramos
jóvenes también yo jugaba fútbol, todos los chicos mostraban ser muy cuidadosos, yo era
quien a veces los pateaba en el fragor del partido. Pero en ese momento me di
cuenta que José2 era muy diferente a los
otros. Más adelante cuando murió su abuela, con quien vivía, me enteré que era un joven a quien la vida le
había quitado todo. Su madre murió al nacer, su abuelo fue a la cárcel donde
también murió, porque mató al hijo único
que tuvo debido a que éste violó a su hermana. José2 vivió desde que tuvo
conciencia de existir sabiéndose producto de un incesto rodeado de tragedia, impregnado
del dolor de su abuela y el propio ocultando con la agresividad y la fuerza esa
condición.
Muchas mujeres violadas hasta no hace mucho, no sólo tenían
al hijo de su(s) violador(es), sino se casaban o convivían con él o uno de ellos para "reparar su honor", de esos
sin duda hemos conocido en rededor. ¿Y cómo será convivir con tu violador?
¿Cómo tener sus hijos/as? ¿Cómo cuidarlos/as, protegerlos/as? ¿Será posible
amarlos/as y hacer de ellos/as seres felices, amorosos? Dos casos vienen a mi mente de los tanto que
conozco, aquí llamare María1 y María2 a
cada caso.
María1, era
una hermosa mujer proveniente del ombligo del mundo. Tenía la piel tersa de canela intenso,
hermosos ojos negros rasgados, una perfecta nariz inca y un rostro ovalado
cubierto por un sedoso y brillante cabello lacio de un negro azabache que me hacia sentir estar cerca a una princesa ñusta. En aquel entonces tendría alrededor de 23 años, iletrada, con un español
dificultoso, una hija y dos hijos
varones muy pequeños. Al principio no comprendí el rechazo que tenía a su
marido, quien se desvivía por proveerla y “hacerla
feliz”, tampoco entendí la dureza
que ella tenía con su hija(os) a quienes golpeaba frecuentemente. Eran tiempos donde cuasi era normal ver que los padres golpearan
a su hija(o), los(as) profesores a
los(as) estudiantes y hasta el sacramento de la
confirmación de la iglesia católica se impartía con una cachetada. El
cuidado y la enseñanza estaban concebidos como rigor, disciplina y sufrimiento.
Pese a ello el nivel de violencia de María1 llamaba la atención por su
intensidad y continuidad.
Fue apropósito de este hecho
que hablé con ella, para hacerla pensar en el daño que producía.
Descubriendo que su pareja era un primo,
quien la secuestró, encerró en un cuarto
y no la dejó salir sola hasta que tuvo a su primera hija siendo el su partero.
Entendí entonces del cuadro tan desgarrador e
intenté ayudar –era mi época de líder
catequista y evangelizadora- y mis pininos de seudo Trabajadora Social.
Al poco tiempo su marido perdió el trabajo, ella se dedicó a la venta
ambulatoria, y finalmente, se enamoró de alguien que la prostituyó. El marido
aceptó esta situación acomodándose, cuando
me contó llorando me dijo: “Es un maldito, no le importa que me venda siempre
que lo mantenga a él y sus hijos,
mejor si le conseguía un trabajo”.
Cuando ella alcanzó fuerza
y pudo sacarlo de su vida, el
marido se llevó a los hijos varones aun pequeños, como un modo de castigarla,
luego los regaló a sus parientes en su lugar de origen ella decía: “A veces los extraño, pero más tarde serán
tan perros como su padre”. La hija que quedó con ella, por los golpes y la
nueva forma de vida de su madre se sumó a los numerosos niños de la calle,
ascendiendo en la rueda delictiva hasta
ir presa por la muerte de un parroquiano, no sin antes tener cinco hijo/as que
fueron a sumar los albergues de la capital.
María2, venía del oriente con el sueño de
servir y ser alguien más. Al igual que la María1 fue secuestrada, doblegada y violada. Su
historia fue compartida en más de una
sesión colectiva de liderazgo y
autoestima, de mujeres organizadas, donde narró
cómo peleó tres días y sus noches
para no ser violada. Cuando finalmente no tuvo más fuerza sucedió, él le dijo que estaba en un lugar donde corría
peligro porque era salvaje, y que como había sido su mujer le pertenecía, que
no se preocupara por la plata porque no
le faltaría nada.
Ella decía que no lo
quería, que cada hijo había sido una nueva violación, todos los vecinos sabían como ella y el
tenían peleas intensas. El era mucho mayor, cada día era poco lo que podía
aportar, ella terminó en el comedor, donde creció, se hizo líder, se enamoró.
Dejó atrás su historia y a sus hijos. A quienes decía no querer porque cada uno era producto de un dolor
sobre otro.
Otras mujeres tuvieron a l@s hij@s
de la violación y heredaron -a
sus padres, tíos, abuelos- un modo más sutil de darlo en adopción por la vía
informal, todo con tal de alejarse y no cometer el "pecado de odiar",
independiente de que el violador fuera en el futuro su pareja o no. Al ser
seres y no objetos sienten, crecen se hacen, deconstruyen
o reconstruyen sus historias, plagados de sentimientos humanos que a más
de uno produciría escalofríos.
María3, es una joven de la era digital, a quien conocí en un
evento público con familiares de presos. Me dijo estaba buscando el mecanismo de
sacar a su esposo de la cárcel a donde había caído injustamente, dejándola sola
con su hijo pequeño, pero que gracias a Dios tenía el apoyo de sus padres para
cuidarlo. Mucho tiempo después la volvía a ver con un nuevo bebé en sus brazos,
le pregunté si logró la liberación de su pareja, me dijo: “¡Que
se pudra, porque en verdad había violado a una niña!”. Lo dijo con tanto
odio que me sorprendió. Pregunté si
estaba probado y condenado por
violación. Dijo que sí, que no le extrañaba, porque todos los hombres
eran igual, inclusive su padre y se le crispó el rostro y temí perdiera la
serenidad.
Comenté que hacía mucho calor y mejor tomáramos un refresco
-para calmarla-, aceptó. Ya sentadas en un lugar acogedor, me miró
detenidamente y preguntó “¿Tú siempre has estado a salvo?” Pregunté de qué, y me dijo: “De los hombres”. Le dije
que ninguna mujer incluyéndome está a salvo si se trata de violencia y/o
violación sexual y que todas éramos sobrevivientes en una lucha constante.
Guardó silencio, y casi como quien se desgarra, me narró que odiaba a su padre y su madre, o
quien creía que era su madre, pues en verdad era su abuela, porque su madre era
quien creía que era su hermana, a la que juzgó siempre como mala, porque nunca
la vio por casa sólo sabía que existía y punto. Y en realidad su madre-hermana había sido violada por su
padre-abuelo. Se había enterado a raíz de su segundo embarazo, cuando su padre
quiso golpearla por golfa y su madre-hermana la protegió, diciendo que ella
podía parir de todo el mundo menos de su padre-abuelo, que ella no lo
permitiría y que ahí estaba para defenderla.
El daño colateral de la violación
sexual de una mujer, no sólo es el
producto de esa afrenta, sino, la vida que depara a ese nuevo ser que
nace marcado por el sufrimiento, es un tema que merece una exploración
detenida, la misma que trasciende a este escrito, alguien experto debiera
trabajarlo con detenimiento. Lo que he visto y he sido testigo de excepción me
muestra que el dolor y sufrimiento se expande, abarcando muchas vidas
reproduciéndose exponencialmente.
Mi siguiente caso se trata de una mujer mayor María4,
con ella descubrí que el dolor a medida que pasa el tiempo se
acrecienta, diversifica y captura, construyendo una cárcel de sufrimiento a la
medida, al punto que la lleva a cuestas
a donde se vayas, flexibilizándose a momentos cuando el poder se apropia de ella, embriagándola y haciendo que olvide su historia encarnando
la historia de muchas mujeres. Pero que a solas siente sus garras en las
entrañas, cuyo dolor reparte
generosamente entre los suyos haciendo de su familia un espacio irrespirable e
insano.
Ella fue “regalada” a una tía con muchos hijos varones, por
cuanto creció como la “sirvienta”, para sobrevivir tuvo que defenderse y
aprendió a pelear a puño limpio como ya no lo hace cualquier varón. Cuando la conocí, lo primero que destacó fue su agresividad y
autoritarismo contrastante con su frágil y delicada figura.
Cuando aprendimos a respetarnos y alcanzamos la confidencia, descubrí
que era una nutricionista frustrada, de clase media en crisis, con una segunda
pareja. La primera según decía fue un desastre, un golpeador que terminó
golpeado y humillado por ella, de quien se separó cuando conoció al segundo.
Nuestra conversa se centraba siempre en
sus diez hijos/as con quienes tenía fuerte conflicto, luego descubrí que era
mamá gallina y castradora, impidiendo la
madurez y autonomía de cada uno de sus hijos/as con quienes se hundía en
inagotables conflictos que se extendía hasta sus parejas.
A raíz de la reinstalación
de su madre en su vida, entendí
el trasfondo de su comportamiento. Me dijo a su estilo “L@s hij@s de mi madre la han depositado en mi casa, ahora que ella no
les sirve y que a mí nunca me quiso,
¿Qué voy a hacer con ella?”, una
noticia con todo el peso de su significado.
Me pidió no la viera como un
monstruo, y confesó, que odiaba a su madre porque la abandonó, nunca la quiso y
peor aun nunca le dijo que fue producto de una violación.
Culpaba a su madre porque ella en situaciones similares se
había defendido y no comprendía que haya sucedido si ella era más grande y fuerte.
Peor aun que a ella no la protegiera, no estuviera de su lado cuando se
divorció, a cambio la cuestionó. Aquella mujer tan fuerte lloró como una niña
de cinco años mientras yo la abrazaba.
Acompañé a María4 hasta la muerte de su madre, apoyándola a
desprenderse de su sufrimiento,
descubriendo de
cómo el odio cuándo llega al límite, si bien no da paso al amor, si alcanza el
perdón y la liberación con la muerte.
Y cuando ese ser nacido de una
violación va por el mundo, cargando el peso “del pecado original” sobre sus
hombros, aprende a decretar y vivir una
infelicidad anunciada, sintiéndose que es el precio que tiene que pagar por
haber nacido, así se torna presa fácil
de quien se aprovecha de ella, incrementando su auto-percepción no amada, alimentando una relación de parasitaria y miserable que mantiene su infelicidad.
A María5, la conocí en
este nuevo siglo, cuando fui al dentista. Una bella joven migrante del norte con
grandes ojos pardos, mestiza con las huellas de la conquista en su piel y el
color del trigo en el cabello lacio. A los veinticinco años ya estaba
divorciada, porque según ella se había casado con un vividor al que mantenía, y
la presionaba a tener un hijo, ella se resistió porque no podría mantener a los tres con su sueldo.
Luego de divorciarse eran amigos, porque era lo único familiar que tenía.
Estaba convencida que no se merecía que nadie la quisiera.
Cita a cita coincidente en el dentista, durante un año, fue
desanudando su historia, tenía tres nombres, el de su hermana, de su madre y abuela. Al principio me pareció anecdótico. A medida que me tuvo confianza
contó que en realidad su hermana era su
madre, pero que su madre legal era su abuela y la había criado su bisabuela. Y que su padre era
también su abuelo, el hijo de su bisabuela. Cuando me lo dijo, lo hizo
lentamente atenta a mi rostro, a
descubrir algún gesto. Y como mantuve silencio sereno me dijo: “No te
parece horroroso, soy un engendro del mal, por eso no soy feliz, todo me sale mal, estoy condenada a pagar la culpa
de mis padres”. De eso hace más de
cinco años, ha pasado por un largo
proceso de terapia y pronto será una mujer profesional de éxito.
Muchas mujeres violadas que a consecuencia de ello tienen un hijo(a), han optado por olvidar literalmente que es
suyo aun cuando lo tengan presente, cuando alguien le pregunta: ¿Cuántos hijos tiene?, suele contar a los
que nacieron del amor y olvidar al fruto de la violencia, puede ser que este
sea un modo de seguir viviendo y nadie puede ni debe juzgarla por ello. Excepto el hijo o la hija ignorada, invisibilizada, excluida.
Hay otras que tuvieron sus
hijos se desprendieron de ellos: “Donándolos, heredándolos, abandonándolos”, rehicieron
sus vidas y no supieron más de él o ella, quién se atreve a juzgar el modo en
que decidieron sobrevivir, salvo aquel ser que creció y experimentó la orfandad, murió en el intentó o sobrevivió para contarlo.
Sin duda hay otras tantas mujeres que renunciaron
al amor, porque su experiencia fue
nefasta y se quedaron a cuidar de ese niño(a). O quienes a pesar de ello
siguieron viviendo encontraron al amor y cuidaron juntos de ese niño(a) borrando
en todos ellos el estigma y sufrimiento.
Y están quienes que no
tuvieron al fruto de la violación, porque
decidieron sobrevivir y olvidar completamente la brutalidad de la que
fue objeto ¿Quién puede condenarla por ello, sin antes asumir la
responsabilidad de ser parte de una sociedad que al desproteger a sus mujeres
las empuja al aborto?
De todas estas historias, la del
hijo(a) de una violación, sin duda es inenarrable en el percibir y asumirse
como secuela de la violación de una mujer. Independiente de cómo reelaboró o
mantuvo su historia, son los(as) más vulnerables, en quienes persiste el estigma
invisible y sufrimiento de la violación,
de ello nadie se ocupa, porque ya nacieron, no vende ni da rédito político. ¡Hay que ocuparse de los que aun no han nacido, de los futuros hijos(as) de la violación...!, para asegurarles una vida de espectros y sufrimiento, así estaremos en paz y habremos celebrado a la vida, por supuesto no del otro sino la nuestra.
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