En medio de una jornada atravesada por temperaturas oscilantes del clima, como sucede este enero de la primera década del siglo XXI, fui auxiliada por una de las Dianas de mi vida. Rescatada de perderme en la profundidades de mis agendas cotidianas, me hallé con el artículo de Mario Zolezzi1, recordándome que esta inestabilidad en la temperatura no casual ni eventual. Muchos(as) de nosotros(as) alejamos de nuestras perspectiva estos temas, mucho menos lo incluimos en nuestras agendas, refugiándonos en situaciones que nos hacen creer que no nos toca porque somos menos vulnerables al medio ambiente, independiente de si se mantiene o cambia.
Cuando hablamos del clima, seguimos haciéndolo como solíamos hacerlo cotidiana y convencionalmente, asociado con la posibilidad o necesidad de establecer una relación con otro ser humano del cual se conoce poco, se confía menos, se comparte algo o se tiene muchas interrogantes.
Probablemente esa costumbre nuestra de “si no tienes nada que decir mejor habla del clima”, sea el responsable, para que nuestra percepción haya mantenido en ese nivel de intrascendencia y vanalidad al problema del clima, y aun cuando nos pisa los talones, se deja de considerar en las agendas de todos(as), por tanto la necesidad de mayor información, saber cuanto se detiene o crece en su amenaza y gravitación en la vida del planeta puede esperar. Al punto que nuestras autoridades y políticos(as) deciden refugiarse en los temas e intereses tradicionales e históricamente irresueltos o en su papel de ciudadanas(os) comunes y corrientes para no asumir el rol que les toca desempeñar ante estas exigencias, antes que se tornen en emergencias.
Probablemente esa costumbre nuestra de “si no tienes nada que decir mejor habla del clima”, sea el responsable, para que nuestra percepción haya mantenido en ese nivel de intrascendencia y vanalidad al problema del clima, y aun cuando nos pisa los talones, se deja de considerar en las agendas de todos(as), por tanto la necesidad de mayor información, saber cuanto se detiene o crece en su amenaza y gravitación en la vida del planeta puede esperar. Al punto que nuestras autoridades y políticos(as) deciden refugiarse en los temas e intereses tradicionales e históricamente irresueltos o en su papel de ciudadanas(os) comunes y corrientes para no asumir el rol que les toca desempeñar ante estas exigencias, antes que se tornen en emergencias.
Quienes vivimos en la mega ciudad de Lima, teníamos por costumbre -que quizás sea pronto parte del pasado-, mirar como agenda personal, para ajustar los horarios de trabajo y la indumentaria que debíamos privilegiar: ropa ligera para el verano, algo de abrigo por las tardes en el otoño, mucho mas cuidado y abrigo en el invierno por el promedio de 80% de humedad existente en el ambiente y celebrar la primavera con ropa más ligera y carros alegóricos llenos de párvulos a ser los hombres y mujeres del Perú de mañana.
Salvo algunos momentos de alarma como el diluvio de enero y terremoto de 1970, que se fijó en nuestro recuerdo -fenómeno del niño-, el poder de la naturaleza y nuestra vulnerable condición humana agravada con la escasa capacidad de previsión suele ser percibido como una eventualidad. No incluimos en nuestro imaginario la fragilidad de nuestras vidas asentadas en zonas vulnerables y frágiles como para ocuparnos de nuestro habitad. Despreocupación que se refleja en el paisaje y la arquitectura de nuestras grandes ciudades, cada vez con mayor tendencia a la urbanización imitando a las zonas costeras. El mayor porcentaje de viviendas de las zonas costeras a lo largo de nuestro litoral ostenta techos planos y calles carentes de medios para desaguar lluvias. Condiciones que adquieren nivel de alto riesgo en ciudades andinas como Huancayo, cuyas viviendas imita a las zonas periféricas de Lima. Nuestras vidas han transcurrido asociados con comentarios insustanciales sobre el clima e indiferencia al cambio climático.
Para quienes tienen menos de cuarenta años la amenaza es inexistente, hasta ridícula la posibilidad de tomar en cuenta medidas de previsión ante desastres, es comentado y satirizado. Sucedió en una reunión de familia, donde mi pequeño sobrino narró como juntos preparamos una mochila de emergencia frente a las posibles alertas de terremoto sufrido en el sur durante el 20072, obteniendo a cambio la risa de niños(as) y el sarcasmo de los adultos celebraban mi locura y la fe ingenua de mi pupilo, por su puesto frustrando y ridiculizando la previsión en su joven recuerdo.
Sin embargo, ninguna de las posibilidades de desastres son ajenas a todos(as) por la ubicación geográfica de Lima y las condiciones complejas del país, no hay vacuna alguna contra sucesos como los que hoy vive Haití3. Quienes tuvimos oportunidad de sobrevivir a los setenta o conocer de él por información secundaria4 podemos afirmar sin deseo de drama que nos asomamos por un momento a la narración bíblica del diluvio universal y el fin del mundo con que empedraron nuestros espantos infantiles los sermones de misas dominicales o las oraciones bíblicas de los templos evangélicos, para contener nuestras inclinaciones humanas por el pecado.
Zolezzi, no exagera cuando señala la vulnerabilidad de los cordones de pobreza habitacional de Lima y sus costos humanos, sociales y económicos, ante un posible escenario de lluvia que trastoque el ambiente de verano ya no por garúas a las que estamos acostumbrados(as), sino por gotas sostenidas que formarían huaycos y colapsarían viviendas incapaces de desaguar.
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Pero su llamada de atención no es al desastre probable, sino la necesidad de medidas de políticas preventivas, personalmente estoy convencida que debemos tomar en consideración, no sólo en las zonas periféricas de alto riesgo, sino en toda la mega ciudad de Lima, considerando especialmente la vulneravilidad de gran parte de la zona antigua de Lima5: Barrios Altos, Rímac, La Victoria, El Cercado, Lince, Breña, San Miguel y otros no tan antiguos pero con construcciones inadecuadas que sin lugar a duda colapsarían.
Ciertamente que contamos con una débil cultura preventiva, así como escasa práctica antidesastres, con el que cuentan países expuestos permanentemente a los rigores de los fenómenos naturales6, ello no debe eximirnos de la tarea cada vez mas urgente de superar esta condición para amenguar los costos de un cambio climático que toca a nuestras puertas cada vez mas con mayor insistencia. Si bien es una tarea exigente, tenemos a favor la existencia de prácticas favorables para asumir activamente una cultura de prevención y frente al desastre, aun en menor porcentaje respecto a la amenaza.
Reconocer que muchos(as) nos restringimos a la higiene y conservación individual de las viviendas, dejando para medidas presentes u ausentes respecto a la higiene de las veredas, calles, parques y plazas al gobierno local y que antaño definíamos como ornato público. Hoy solo posee la denominación en el impuesto despojado de su contenido de interacción social y dignidad, que si bien a todos(as) nos disgusta nadie se compromete a recuperarlo colectivamente.
Necesidad que nos convoca a retomar, reforzar o enfatizar prácticas del respeto por toda forma de vida que viene con la formación de valores familiares, partiendo de la propia autovaloración, pasando por el cuidado hasta el respeto del cuerpo y la vida de todos(as). Unido al disfrute, cuidado y aprecio de la belleza y prodigalidad del habitad: las plantas, la ternura y compañía de los animales, el uso responsable y limpio de los recursos a los que tenemos el privilegio de acceder como sucede con el agua segura, los ríos, lagos, mares, la energía eléctrica, el oxigeno, la luz solar, parques y jardines entre otros.
Algunos(as) aprendimos en nuestros hogares a cerca de una convivencia responsable y a cuidar del otro(a), al punto de la obsesión. En medio del vertiginoso transitar, aun seguimos deteniéndonos a limpiar o colocar en un lugar de menor riesgo de la calzada o el pavimento basura amenazante como la cáscaras de fruta, piedras y vidrios, ignorando la mirada sorprendida del resto, porque puede mas nuestro temor de ser cómplices por omisión, del elemento que provoque un accidente o agrave la caída de alguna persona, especialmente niños y adultos mayores.
Aun cuando resulte fuera de onda, algunos(as) nos guardamos los desperdicios en los bolsillos para no ensuciar la calle que es de todos(as), incomodándonos que otros tiren a diestra y siniestra desechos de sus usos, al punto de manifestar nuestra indignación o movernos a sonreír y advertir a un niños(as) junto a un padre o madre permisivo para recordarle que se le “cayó su basura” y muchas veces mirar con impotencia la acumulación de desechos no degradables en las riberas de los ríos, antes límpidos, hoy saturados de contaminantes químicos como el ácido, mercurio y metales los desechos de productos de consumo cotidiano, basta mirar el río Rímac7, Mantaro8, Santa9.
Una de las tareas de prevención que se inició en su momento y aun queda por transformarse en práctica periódica, es la limpieza de techos en nuestras viviendas, que por esa práctica de aprehensión con el pasado, reproducimos cuasi inconcientemente el hábito de mantener el desecho en nuestros techos, azoteas, tras patio y donde menos imaginemos. Nos sucede con las cosas que nunca mas volveremos a usar como con los recuerdos desvinculados de nuestras vidas, con los que establecemos esa relación de apego innecesario pero difícil de advertir y resistir, evitándonos espacio para nuevas cosas, experiencias y ampliar nuestra visión de perspectiva.
Sin duda venimos de una cultura que carece de prácticas concretas para el cuidado del medio ambiente por esa percepción de una naturaleza disponible e inagotable especialmente en la zona urbana donde todo se vende y compra, la conciencia la hemos adquirido en la medida que nos hemos adentrado y comprometido con el tema, al punto de hallarnos frecuentemente en medio de entendidos(as), cuando la realidad requiere del compromiso y activismo concreto de cada ser humano del planeta. En nuestro caso tanto de las autoridades pertinentes como de cada persona mujer y hombre que ha hecho de Lima su lugar de destino.