viernes, 3 de septiembre de 2010

MITO II: "Solidaridad ciega, sorda, muda y testaruda"

Un segundo argumento mítico en la política a cerca de la relación entre mujeres,  es aquel que  apela a la solidaridad incondicional entre géneros. Una estrategia posiblemente necesaria durante las luchas iniciales del feminismo que debió impulsar procesos de concientización, visibilidad y empoderamiento. Hoy, se transforma en bumerang, tanto por el contexto en el que se producen los procesos de posicionamiento y ejercicio de poder político como por el nivel de desarrollo reflexico de la práctica, estrategia y teoría feminista.

La solidaridad incondicional en la política, es una práctica que adquiere performance en la medida que se afirma la democracia y los mecanismos de acceso al poder con legitimidad se instauran -democracia representantiva- mediante procesos electorales, provocando en los grupos políticos partidarios menor compitencia de propuestas y mas exigencia de apoyo incondicional de sus bases sociales.

La omisión de estas prácticas precedentes, permite la construcción del mito de solidaridad incondicional entre las mujeres que incursionan en la arena política, como recurso que apela al respaldo de las mujeres por el hecho de ser mujeres. Los argumentos se vinculan a estrategias que superen tensiones de acceso y posicionamiento: a) menor oportunidad, b) escasos modelos afirmativos y c) subsistencia de prácticas misóginas, entre otros.

Menor oportunidad

La menor oportunidad es una condición objetiva que restringe la participación política de las mujeres en sus expectativas, acceso y posición. En el caso peruano, esta condición viene siendo oscilante, por algo más de una década (1997)1. Los antecedentes, dan cuenta del acceso de mujeres al poder político como casos excepcionales. A la fecha gracias a la ley igualdad de oportunidades que establece un mínimo de representación por género, en el mejor de los casos está próxima al 30% mínimo de la cuota. Pese a que la norma empezó a regir en 1998, a lo largo de tres periodos en el poder ejecutivo, legislativo y judicial las proporciones han sufrido ligeras alteraciones2.

Durante los periodos iniciales de elección donde la Ley 28983 empezó a regir, el incremento de mujeres en los espacios de poder político sufrieron escasa alteración. Gracias a la recreación de prácticas que permitió eludir la cuota mínima de mujeres como recurrir a “candidatas de relleno”3, correspondiéndole a la cuota de género el último tercio de la lista de los partidos políticos, garantizaban de este modo la exclusión a ser elegidas4, prácticas que si bien han reducido su acentuación ni han sido superadas, al punto que el órgano máximo del proceso electoral advierte sobre los costos para aquellos partidos políticos que incumplan con la ley de cuotas5.

A esta estrategia masculina de resistencia para restringir el acceso real de las mujeres al poder, la escasa disposición de mujeres que tienen entre sus perspectivas de desarrollo personal el ejercicio del poder político6.

Escasez de modelos afirmativos

Las mujeres que se aventuran a asumir el reto de moverse en el terreno del poder político, deben enfrentarse a un sistema instaurado por reglas y mecanismos tradicionales asociadas a prácticas masculinas y masculinizantes.

Su desconocimiento y la inflexibilidad de un sistema político incluyente se transforma en la principal barrera para innovar el ejercicio del poder político desde las mujeres, aspecto que tampoco está presente en sus agendas, en la medida que quienes han accedido al poder, no necesariamente tienen una perspectiva de género o tienen por compromiso una apuesta feminista como la ampliación del espacio de poder político para las mujeres. La preocupación se concentra en no morir en el intento, perfeccionándose y superando los estándares existentes para políticos varones. Aquellas que se incursionan sin afectar un desempeño tradicional se adecuan y reproducen el sistema sin ensanchar las oportunidades para sus congéneres peor aun restringiendo pese a hallarse por debajo del mínimo. Quienes dan la pelea sin mayores impactos, prefieren tomar distancia, siendo su incursión política, debut y despedida.

Consecuentemente las relaciones entre mujeres con poder político y quienes las eligieron -con expectativas mayores (imprecisas) que a los usuales políticos-, tienen una mayor frustración, confrontación y presión tratada a media voz. Adoptándose máximas como: “Los trapos sucios se lavan en casa”, “Lealtad de género ante el riesgo de ser excluidas”, que poco a poco se traducen en exigencias a solidaridad incondicional.

Las que se resisten al pacto incondicional plantean una situación inversa7, descubren que no basta elegir y delegar el poder de las mujeres a otras mujeres, sean estas legisladoras y/o estadistas, para asegurar las agendas de género. Si está ausente un proceso de conciencia y compromiso con la situación de las mujeres, que se traduzca en elemento que inspire y movilice lavocación política, la práctica tradicional se reproduce y afirma. De modo que el acceso al poder es el primer paso, para ejercer poder. Por cuanto, la innovación de la práctica política, donde la solidaridad no puede ser sinónimo de complicidad y vista gorda se transforma en su verdadero desafió.


Una condición de partida es asumir por ambos lados el compromiso de rendir y exigir cuentas creando transparencia, confianza, compromiso y prácticas de alternancia en el ejercicio del poder que vienen a ser uno de los tantos elementos de la radicalización de la democracia.

Subsistencia de prácticas misóginas

Si bien persiste la postergación de la perspectiva de género como apuesta política, el enfoque de género se ha instalado en el país y a nivel internacional, como condición necesaria para asegurar la democracia y el ejercicio de poder político que incluya a mujeres y hombres. Hasta el momento viene demostrando que la decisión política y la adopción de instrumentos normativos es insuficiente para modificar prácticas, percepciones y sustentos ideológicos, que si bien se ponen a tono con la moda de la equidad, no logran influir en estructuras de pensamientos discriminativos y jerárquicos, inestabilizando el real cambio en el ejercicio de poder político, tal es el caso de la misoginia8 que aparece como el principal techo de cristal para las mujeres en la política.

La misoginia en hombres y mujeres, sigue siendo el elemento que alimenta una expectativa machista del “ideal de la mujer política”, estereotipando, afirmado y recreando mitos, esperando que se amolde a las exigencias del sistema de práctica de poder político imperante porque “siempre ha sido así y será así”, y en el mejor de los casos espera que el desempeño femenino, supere a practicas de políticas preexistentes en sus mañas y artimañas, que requiere ser afirmada y sostenida por la solidaridad incondicional de las mujeres negando la condición humana en la práctica y las relaciones políticas.

La “crítica al desempeño político” de un líder o lidereza político/a es percibida de diferente modo dependiendo de la fuente y el destinatario/a. Planteada desde un hombre a otro, suele ser percibido como competencia, exigencia, aporte o reto. Desde una mujer a un hombre, indicador de empoderamiento, el desarrollo de su capacidad analítica y reflexiva. De un hombre a una mujer, frecuentemente apela a devaluación y negación de su capacidad política por su condición de género. De una mujer a otra, se asocia con la envidia, maledicencia, deslealtad de género y falta de solidaridad. Sin duda que la estereotipia de cada caso es superado por la realidad que suele ser diversa.

Miradas persistentes y parciales que seguramente son aplicables a algunos casos, pero de ningún modo generalizarse. Cuando esto sucede, adquiere condiciones de transformarse en aquello que justamente cuestiona.

Solidaridad y sororidad

La solidaridad entre mujeres, requiere trascender a la práctica política históricamente implantado por el modo de ver y ejercer el poder vertical, demandando al ciudadano/a, especialmente mujeres ser ciega, sorda y muda. Tiene por desafío avanzar hacia una práctica innovada del ejercicio de poder político, que sin ser potestad sólo de las mujeres, tiene la oportunidad de provenir con ellas, al incursionarse en la arena política tradicional, trae consigo su entrenamiento social en terrenos no convencionales, permitiéndole las condiciones para aportar su potencial y papel especializado. Mientras  ensaya una practica vigilante y alerta, a un terreno inestable y confuso por su inexperiencia y escasa en el espacio político público.

Los deseos de muchas mujeres y hombres, respecto a cambiar el mundo del poder político, siguen siendo mayores que las prácticas concretas. La cotidianeidad viene evidenciando que independiente de nuestra clase, color, edad, credo, gremio, historia, experiencia personal colectiva, etc. es más difícil recrear e innovar prácticas políticas coherentes con deseos de igualdad, democracia, transparencia, honestidad, lealtad y coherencia.

Los modelos de práctica política de las mujeres en la historia del Perú al igual que de América Latina, tienen escasas excepciones, en tanto imita y reproduce prácticas conservadoras y masculinas. El caudillismo, la manipulación, el aprovechamiento, el acomodo, la reducida ética y la asociación del poder como mecanismo de enriquecimiento e influencia antes que de gratuidad y servicio social es una constante.

La solidaridad incondicional como apuesta política feminista en otros tiempos, en la era digital con un planeta globalizado, es desviación del concepto de sororidad desarrollado por el feminismo9 por ello inaplicable a la relación entre mujeres, por cuanto su insistencia en ello, es sólo un mito.

La sororidad apela a la condición de hermandad y amistan entre mujeres donde es posible construir alianzas y pactos, partiendo del reconocimiento de igualdad en la experiencia histórica de ser mujeres, independiente de las diferencias. En términos de Marcela Lagarte, la sororidad emerge como alternativa al poder político que impide a las mujeres la identificación positiva de género, el mutuo reconocimiento, la agregación en sintonía y la alianza10.

Cuya clave es valorar en su significado y contenido las diversas tramas y urdimbres que sostienen sus redes, entretejidos hoy como ayer, para afrontar necesidades e intereses personales al igual que los colectivos, sean estos consanguíneos, afines, sociales, culturales, laborales, etc.

El reconocimiento de la sororidad11 , abre la puerta a una práctica de affidamiento12 que nos libera del silencio y el pacto de solidaridad incondicional. Avanzando hacia una relación entre iguales donde sea posible el intercambio, mutuo apoyo en pos de proyectos compartidos, donde la autoridad se construye sobre la confianza, transparencia y rendimiento de cuentas. Donde es posible compartir sueños sin necesidad de hipotecarlos a cambio de residuos de poder político, entrelazando, poder y cooperación, con espacio para la consejería hacia el encuentro de referencias simbólicas entre mujeres.

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