viernes, 27 de marzo de 2015

DUALIDAD VIDA MUERTE

Compartí hace poco un artículo sobre: ¿Por qué enfermamos? ¿Qué es envejecer bien? y ¿Qué es envejecer patológicamente?1 


La reacción de amigas y amigos ante el mensaje que acompañé al artículo, así como una detenida reflexión de quien inicia anotando que: “Me encanto la dulzura con que tratas el tema de la muerte y de la vida.” (MEY). Me ha animado a elaborar una primera aproximación a cerca de mis propias impresiones a cerca de la vida y la muerte desde mi experiencia personal, al mismo tiempo que concreto las premoniciones de Carmen Luz  que en algún momento escribiría sobre el tema.

Cuando tenía seis años, vi una película que en ese tiempo era terror y hoy es chancay de a medio en contraste con lo que se exhibe por TV. La trama era alrededor de un padre que intentaba resucitar a su hijo a través de un traje especial, que debía elaborarse bajo determinadas instrucciones, cuando estuvo concluido, no pudo pagar el trabajo y en un forcejeo fue asesinado por el sastre. Ante lo sucedido, el sastre aterrado retorna a su taller con el traje bajo el brazo y ordena a su hija que se deshaga de él. Su hija una mujer profundamente sola que mantenía frecuente soliloquio con un maniquí, lo viste con el traje, el maniquí adquiere vida similar a la de los zombis. Después de esa película dormí entre mi madre y padre por una semana aterrada con la muerte y resurrección sin vida.
Más adelante, murió mi tío abuelo Zacarías, -tío de mi madre-, quien me engrió y amo mucho, con dolor por su muerte llegué rauda del colegio a la casa de su hija donde era el funeral y de puntillas vi su rostro bajo el vidrio del féretro, mostrándose ante mis ojos de niña un cuerpo inerte totalmente ajeno a ese hombre que llenó mi vida de dulces, globos y alegrías. Comprendí que ese cuerpo no era mi tío, no tenía caso quedarme junto a él, porque  ya no estaba.  
Allí con ocho años de edad, decidí que no volvería a ver nunca más al interior de un féretro. Desde ese momento me convencí que un cadáver, ya no es quien fue, porque ya no guarda en sí el soplo de vida, no existe. Mas adelante, entendí  que la vida es el instante donde el alma llena de contenido al cuerpo, interactuando  con el mundo a través suyo. Por eso cuando se va, sólo queda un despojo, un cuerpo a veces aun sin uso, otros con abuso y algunos con las huellas de una plenitud de su tiempo en cada surco. 

En quienes lo aman,   quien se va, se hace parte de sí en quien se queda, reeditándose todo lo mejor de quien fue en el mismo plano, siempre que se haya producido una interacción de ambos lados, si sólo fue de un lado, el sentimiento de culpa del doliente lo transforma en tristeza. Por ello la importancia de construir con atención y amor nuestras relaciones, porque quien se va generalmente no podrá manifestarnos que siente -salvo excepciones de conexión desarrollada-, además tiene a favor lo que mi padre siempre decía "No hay difunto malo", así que la culpa es mayor en quien lo sobrevive.  

Mi padre murió cuando yo tenía 37 años, llegué a su lado antes del rigor mortis, para decirle que se fuera en paz que todo estaba bien, lo abracé, besé y quedé un momento recostada a su lado, sin sentir que ya no estaba, así es como entendí el apego al cuerpo de quien se ama. Al cabo de algunas horas, cuando vino la funeraria para embalsamarlo quise ponerle las zapatillas, allí comprobé que la muerte no sólo es inerte sino profundamente helada, así que no resistí,  descubrí que no tengo pasta para interactuar con los signos de la muerte, con dolor dejé que otros cumplieran con el rito de calzarlo con aquellas zapatillas cumpliendo su deseo de que fuera así.  
En el 2010, tuve mi cuarta experiencia con la muerte, esta vez a distancia, Pedro el primogénito de los Herrera, mi hermano mayor por elección,  me permitió  descubrir que al morir no nos vamos inmediatamente, que si hay amor este trasciende espacios y planos, haciendo posible que otros sentidos no convencionales permiten que vivos y no vivos,  nos conectemos, se que puede sonar a esotérico, pero lo único que queda claro en mi vida es que cada tiempo es un momento nuevo para abrirse a nuevos saberes.
Estos cuatro episodios que me colocaron de cara a la muerte, han permitido aproximarme a su significado y como en él se inspira la vida. Por estas razones, he aprendido a poner atención en algunas prácticas de la vida que suelen realizarse sin pensar en la muerte  y también en otros donde se vive plena y conscientemente sabiendo que es finito. En uno y otro caso cuando  se aproxima la muerte son diversas las reacciones de quien se va y se queda, para unos y otros cuesta más o menos, pero finalmente se acepta que la muerte se instala sin excepciones, sin concesiones y nos hace radicalmente iguales.
Mis padres nacieron en los andes de allí mi fe y prácticas heredadas ante la vida y la muerte. Personalmente he visitado casi todo el Perú con excepción de Madre de Dios y Huancavelica. Siendo testigo en más de una ocasión del modo como cada pueblo se relacionan con la vida y la muerte, afirmando mi percepción de cuánta construcción cultural hemos debido invertir en las grandes ciudades, para despojarnos de todos los rituales y modos de vivir la muerte, que nos deja en orfandad para aprender a tener una vida buena y esforzarnos día a día por ser una buena persona. Frecuentemente vivimos creyéndonos inmortales y haciendo cuánto está en nuestras manos por extinguir y corromper todo a nuestro rededor desde lo inmaterial hasta lo material, y en ese esfuerzo, dejamos a tiras nuestra propia alma.
A diferencia de las grandes ciudades, en los andes,  casi todo sucede a través de una relación fluida, pueda que se deba a una menor complejidad comunitaria o a una mayor relación cara a cara. Y no se trata de proximidad necesariamente, porque a diferencia de las zonas urbanas la vecindad de los andes está mediada por las extensiones de tierra que va de una hectárea a más. En medio de esa vastedad, la vida y muerte discurren acompasadamente, tiene sus ritos, símbolos y prácticas. Haciendo que cada momento y festividad sea trascendente en sus vidas.   
Uno de ellos es la semana santa, que si institucionalmente celebra la resurrección de Cristo como triunfo sobre la muerte. En su estructura y detalles, reedita el padecimiento y ocurrencia de una muerte  históricamente doliente e injusta "por nuestra culpa" -que se representa con dedicación-. La muerte cobra centralidad, podría decirse que adquiere vida plena sin levantar resistencia alguna de vivos y muertos al respecto. Toda la semana santa implica luto, ergo dolor y recogimiento, no solo por la conmemoración de la muerte de Cristo en la cruz, sino por los pecados individuales y la certeza de la propia muerte que se refleja  en cada acto. 

La semana santa culmina con la resurrección, a excepción de la misa de la luz,  pareciera ser que ya no hay nada que celebrar -en la iglesia católica que es la mayoritaria en el país-, En algunos escenarios, el dolor de reconocerse finito se reedita con actos de contrición y deseos de cambio no importa si dura un segundo o hacia adelante. Otros beben hasta perder la conciencia para desprenderse del dolor o sumirse en la nada, de ello pude apreciar cerrando semana santa en: Tarma, Huancayo, Ayacucho y otros. A lo largo de  más de tres décadas atrás, donde el fervor religioso era más sólido que en este tiempo.
¿Y cómo se trata la muerte entre los ciclos de edad? Me escandalicé la primera vez que fui testigo de la muerte de un bebé en los andes, la gente celebró, compartió, danzó y brindó en medio del dolor de los padres, que también danzaron. Luego me explicaron y entendí que celebraban no la muerte, sino la liberación de aquella  alma que retornaba prontamente al lado de Dios, sin haber perdido su condición angelical. Celebraban que no se quedase en la tierra para vivir y corromperse con las tentaciones y pecados de  una vida de miseria, carencias y sufrimiento, por ello todos bailan y celebran sin negar el dolor de la partida.  
Esa visión de la vida sin esperanza, que lleva al punto de celebrar la muerte me mostró que para algunos peruanos y peruanas faltaba tanto para estar en condiciones de apostar por la vida, conquistar el contenido del derecho y su belleza aun en medio de la exigencia. Habían perdido la fe de cambiar la condición histórica del pobre, la muerte era un consuelo y una resignación para los padres que perdían sistemáticamente a niños y niñas antes de alcanzar los tres años de edad, debido a un país profundamente desigual y excluyente. Son escenas que vienen a mi desde los años ochenta del siglo pasado, que aun recuerdo como si fuera ayer, hoy no sé cuanto se reedita este drama en diferentes pueblos del país.
También he sido testigo de cómo ancianos y ancianas, se preparan así mismo para el tránsito, haciendo que su dimensión espiritual sea central en sus vidas, independiente de lo que creen, realizan su ritual con disciplina, entrega y persistencia. Paralelamente preparan sus funerales, porque son conscientes que ingresaron al tiempo del descuento por milagro y sabiduría. Eligen a la mejor representación de su ganado y lo destinan para ser sacrificado en sus funerales, de modo que alimente a todo el pueblo que espera será su compañía, puesto que su muerte ha de ser un gran acontecimiento como lo fue su vida o compensarlo si no fue así. Si el anciano o la anciana no muere en el tiempo para el que se ha preparado, el ganado es prestado a algún vecino o familiar, bajo la condición de ser retornado cuando sucedan los funerales para ese fin, nadie se atreve a romper este compromiso porque existe la presión social, se trata de una decisión personal privada, publicitada y posicionada como medida pública dentro de la comunidad, todos conocen del acto de compromiso.
Las personas ancianas con conciencia de sus bienes materiales, se esfuerzan porque su muerte sea justa, mucho más si su vida ha tenido vacíos, en uso de sus facultades y voluntad, convocan a los notables del pueblo o la comunidad, que no necesariamente son autoridades, se trata de personajes que con su vida y práctica han logrado ser reconocidos(as), respetados(as) y transformados(as) en personas confiables, son ellos quienes sirven de garantía para hacer cumplir la voluntad del difunto, no porque alguien dejen de cumplirlo, sino porque el rito es ese, que existan testigos en una sociedad donde las decisiones se transmiten de generación en generación, una sociedad hasta no hace mucho principalmente era oral. Para quienes toman esta decisión no hay nada como el desapego a lo materia, la avaricia, la mezquindad o el abuso de poder, porque su apego es la forma mas segura de condenar al alma de quien muerto está, al eterno sufrimiento. 

Será por eso, que pese a la disconformidad de una herencia, son muy escasos los casos que los parientes sobrevivientes cuestionen, enjuicien o terminen por matarse por los bienes, como sí sucede en las grandes ciudades. O bien  dilapidarlos, devaluando el esfuerzo y trabajo con el que fue construido por quien ya partió, hecho de los que he sido testigo en mas de un caso. Cuando se presentan casos contrarios a la práctica de respeto a la voluntad de quien fue, la gente suele decir: “Pobre hombre (mujer), como se condena en vida, porque todo lo que hoy tiene, quiere, por lo que hace daño y se hace daño, va en contra de la voluntad del difunto(a), quien luego de muerto puede decidir llevárselo al poco tiempo. Y cuando muera  pronto o más tarde, no podrá llevarse con él o ella nada, allá a donde todos iremos.”
Quienes cuidan de cada detalle, lo prepara todo,  incluido el féretro que encargan para ser construido a medida del candidato a difunto. Es otro acontecimiento que todo el pueblo conoce y valora, el o la anciano es admirado y tratado con más distinción, porque quien pone cuidado para su muerte como lo hizo con su vida es alguien con dignidad y merece el respeto de todos, así es como se construyen nuevas leyendas de quien es  con su participación, se le presta atención a los cuentos de su tiempo. Y se torna en  detonante para que  en las tardes los/as vecinos y/o parientes se junten con hijos/as para narrar los cuentos de quienes murieron antes o de aquellos que retornaron de la muerte, de cómo surgió el pueblo, de los grandes hombres y mujeres que lo construyeron, de sus sueños y deseos para cuando ellos se vayan.  
Y están aquellas(os) que  preparan con detenimiento su ajuar, como el de la novia y el novio cuidando todo detalle, eligiendo a quien ha de bañar el cuerpo sin vida y revestirlo. Mi tía Juana que hoy tiene 92 años, ya me lo dijo en el 2010, a propósito de la muerte de Pedro. Ha decretado  que viaje desde donde esté, a vestirla. Le he dicho que me esforzaré por ir pero que no prometo vestirla, ella con su lógica directa y profunda me ha argumentado: “Entonces quieres que me vaya como vine desnuda. No niña Catalina, se que tienes miedo pero hallaras la fuerza para vestirme”, no sé si eso será posible, pero estoy segura que el universo hará que esté con ella para despedirla.
En un país sin seguridad social ni derechos, cada poblador(a) andino que cree en otra vida después de la muerte, se prepara tal como tuvo  vida buena (aun cuando careció de buena vida respecto a condiciones materiales) para tener digna muerte, para no temer ni titubear en ese tránsito. Para algunos(as) todo lo señalado puede ser religiosidad popular o sincretismo andino occidental, para mí son fuentes de información, contrastación,  análisis, reflexión y estudio de mis propias percepciones.
Detenerme a observar estos hechos y en sus detalles, me permite  superar mis propias limitaciones de ver y no entender desde mi perspectiva, habiendo avanzado ese pequeño paso de colocarme en la perspectiva del otro para comprenderlo y comprenderme, sólo así ha sido posible sumar al conocimiento teórico, el hecho empírico concreto de nuestra relación con la muerte en las diversas experiencias cercanas o ajenas.  
En lo personal  aprendo día a día aceptar que mi vida sea suficientemente clara como para inspirarme, saciar mi sed de vida, advertir con serenidad  y prepararme ante mi propia muerte. Cada día estoy más convencida, que tarde o temprano volveré al lugar de donde vine y que esta dimensión tiene un sentido en tanto me ocupe de ello. Este es sólo un momento de tránsito  pueda que lo experimente largo y exigente o sólo como un suspiro.
Por ello creo que necesario liberarnos de todo tipo de deudas, en el sentido que luego creemos hemos dejado de hacer algo importante: estar junto a quien amamos, apreciamos; callar lo que sentimos en su momento o dejar de expresar cuanto amamos y admiramos al otro/a. Al punto que cuando nos toque,  no recurramos a la vieja práctica de pedir un minuto más, pues todo lo que se ha dejado de hacer en una vida no ha de lograrse absolver en un minuto. Sin duda habrá otra vida para quienes creemos en ello, más allá de cuan cierto o falso sea, lo real es que estamos en esta vida. Si de ello nos damos cuenta a tiempo, aun tenemos oportunidad de revisar y tomar decisiones sobre nuestro modo de vivir y aportar a la vida.

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