viernes, 30 de mayo de 2025

CAMINANTE QUE HACES CAMINO AL ANDAR

El impacto de la pandemia, ha cambiado nuestras vidas, prácticas y haceres, sino para todas(os), si para la mayoría. En mi caso se ha producido un cambio procesual que longitudinalmente se inició en febrero del 2012, a causa de un accidente que primero me detuvo por cuasi dos años, sin impedir que continuara con mi labor cotidiana de tutoría online que ya en ese tiempo me había incursionado en la docencia virtual, paralelo a otros haceres. Luego de ello, reorienté mis actividades a la focalización de la investigación, evaluación y sistematización hacia la academia y asesoría en el terreno internacional.

A partir del 2020, enlacé el terreno internacional con el nacional, sistematizando y evaluando proyectos implementados en el país con impacto planetario, como sucede con la reducción de la delincuencia transnacional entre las que destacan la violencia contra la mujer, la niña y niño; la violación y el embarazo involuntario, la delincuencia organizada, el sicariato, el tráfico humano, estupefacientes y de armas. Atentados contra la ecología, los factores que aceleran el cambio climático, los derechos de los pueblos indígenas y la conservación de las reservas de oxígeno para el planeta.

En medio del entrelazamiento temático y análisis, para hallar la punta de la madeja que permitiera valorar lo avanzado y proyectar los futuros escenarios, nos halló el contexto a quienes estábamos embarcadas(os) de esos haceres. El mandato de aislamiento como única medida ante el desconocimiento del combate al covid19, por la ciencia y los Estados del globo. En nuestro caso con mayor rigurosidad, en contraste con muchos otros, sólo contábamos con 250 camas UCI (MINSA, 2021, 13)[1] para más de 33 millones de peruanos.

En estas condiciones mi hacer se concentró en investigación, orientación vocacional, apoyo académico virtual, unido a otras labores asociadas a mis especializaciones y experiencia profesional, con menos presencialidad de la necesaria. A medida que ha pasado el tiempo, otras prioridades ha generado espacio para mirar hacia adentro y fuera con distinta perspectiva. Contemplar en rededor, el horizonte, hacia abajo y arriba, con más detenimiento y mayores interrogantes. Apreciando lo bello y sabio que puedes descubrir en el momento y lugar menos imaginado y disfrutar del andar, mientras en mi mente resuenan temas como “Cantares”[2] de Joan Manuel Serrat, que llena de música al gran poema de Antonio Machado[3]:

Caminante, son tus huellas

el camino y nada más;

Caminante, no hay camino,

se hace camino al andar.

Al andar se hace el camino,

y al volver la vista atrás

se ve la senda que nunca

se ha de volver a pisar.

Caminante no hay camino

sino estelas en la mar

(extracto Proverbios y Cantares de Machado)[4].

Uno de esos descubrimientos, fue Rosa, una anciana detenida en una silla de ruedas debido a un derrame cerebral que la dejó paralizada del lado derecho de su cuerpo. Me demostró en acto y palabra que estaba paralizada pero no contenida. Ella había descubierto una ocupación cotidiana que la hacía vivir, como era alimentar a las aves que sobrevolaban su calle día a día, las que nunca faltaban independiente de la estación, era como una cita entre ella y las aves prestas a su salida de casa.

Le pregunté si no temía que esas pequeñas aves se quedaran en su casa o alrededores, invadiéndola. Ella me respondió que no, desde el tiempo que las alimenta y de eso hacía más de tres años. Al principio temía que sucediera así, porque cuando caminaba por la plaza de San Francisco, pensaba que dar de comer a las aves era invitarlas a quedarse en casa o la calle donde uno vive, al igual que a cualquier animal doméstico: perro, gato, conejo, gallinas, etc. Pero es desde su ubicación en la silla de ruedas, que descubrió el modus vivendi de las aves y su particularidad. Desde hace más de tres años me revelaron que son seres libres, puntuales y frugales. Sus alas las llevan a donde quieren y hacen que retornen puntualmente a donde hallan comida, la cual toman hasta donde necesita y no más. En cambio, las personas, son todo lo contrario.

Respondí a su confidencia, que yo al igual que ella, tenía ese temor, hasta la fecha tenía depositado alpiste en casa, tras mi frustrada experiencia de cuidado de un ave pequeña que hallé en el camino. En espera de la oportunidad para llevarlo, justamente a la Plaza San Francisco. Conocer su experiencia me animaba a entregarlo a las aves que suelen pasar por mi casa, sin ese temor de invitarlas a quedarse, porque comprendo hoy que no son ni quieren ser domesticadas.

Así es como aprendí de Rosa el modo de desprenderme de algo estancado por temor al apego, pero principalmente, que el cambio en nuestras condiciones de vida, no significan obstáculo, sino oportunidad para hallar nuevas modalidades como experiencias de vida manteniendo relación de convivencia e intercambio con otros seres. Me despedí de Rosa, capturando una foto con su permiso, que hoy comparto.

En este tiempo que me cuesta más la caminata, por la falta de energía que antes me desbordaba, lo hago a un menor ritmo, pero con más atención a mis pasos y el trayecto. Hecho que me permite identificar situaciones que en otro momento pasaría desapercibido ante mis ojos. Como la composición de los parques, tan distintos y semejantes en su uso entre unos y otros, donde la conducta de las personas es de escaso cuidado y máximo disfrute. En cambio, los árboles, suelen ser generosos proporcionando todo aquello que les corresponde. En la zona, son, además, testigos silentes de un pasado que cuenta de los usos que tuvieron esos espacios.

Están los imponentes ficus, que, en el caso de un parque, casi lo cubre todo, dejando apenas pasar la luz. No menos notables son los N arbustos frutales de higos, pacay, moras, guanábana, etc. que crecen en línea recta dibujando el canal de regadío extinto. El limonero al que nadie plantó ni ha tratado de eliminar, tampoco abonar, sólo de tanto en tanto el dueño de la vivienda que colinda le provee un poco de agua. Seres siempre bondadosos proporcionando sus frutos a otros seres que habitan la zona como ardillas, aves, lagartijas, etc. Sobreviviendo a los ataques periódicos de leñadores con uniforme de jardineros municipales[5], que no tienen idea de cómo ni cuándo podarlos.


Ayer que retornaba a casa, cuasi al medio día, en una calle de esas calles y bajo un árbol de Pacay, descubrí muchas pepas esparcidas, pensé cuánto pacay han cosechado y devorado, dejado con descuido las pepas por doquier en pista y vereda, colocando en riesgo el tránsito y al transeúnte por su ser resbaladizo y duro.

Avancé sumergida en estos pensamientos, cuando advierto la caída de más pepas, miro en rededor sin descubrir a nadie, levanto la mirada, el follaje tupido que no me permite distinguir a quien con irresponsabilidad arroja las pepas. Es cuando descubro a los pillos, eran tres pájaros que devoraban con placer y gran apetito la deliciosa pulpa madura de pacay, con envidiable habilidad en sus picos para abrir las vainas, extraer uno a uno los frutos, separando con destreza la pepa de la pulpa. Evidentemente, sin el cuidado de no regar las pepas descartadas por toda la radio donde alcanzan la copa del Pacay.

Me detuve a contemplar con ternura y maravilla la magia e interacción de la naturaleza, cuando no hay seres que atenten contra ninguno de ellos. En este punto me asaltó la idea, que el dueño de la vivienda cercana no atribuya su trabajo de limpieza al árbol y las aves, y en su intento de controlarlos, termine por cortar el árbol como ha sucedido en una de las avenidas donde las moras eran copiosas y generosas. Le pido al universo que ejerza su poder y enternezca el corazón humano para que esto no suceda.




 

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