sábado, 25 de febrero de 2012

MI PIE IZQUIERDO, NOVENO Y DÉCIMO PRIMER DÍA

Son diez para las ocho de la noche e ingresé al quirófano. Es mi  primea vez,  sólo había visto operaciones  quirúrgicas de película, cerrando los ojos o haciendo  zapping cuando mostraban escenas crudas o de humor negro. Estoy sobre una mesa verde y me dejo llevar por las olas de la mar de Pozo de Lisas, el sol brilla mientras un rostro desde el infinito me sonríe.
Todo lo vivido en estos once días, sin duda es capítulo aparte, pueda que me anime a escribir cada dimensión en algún momento.  
Aquí trataré de volcar, los signos y hechos que anteceden la situación actual, aquello experimentado en el momento del accidente, el hacerme consciente de mi condición y estado hasta la consciencia de ser una paciente. 
El papel de mis ángeles, arcángel, sanador/as, hadas madrinas.Las caras y adversos de la amistad. La percepción de cada día vivido y compartido  desde mi inmovilidad animada.


Convivencia entre la inmobilidad

En la habitación para tres camillas de la clínica donde fui a parar tras mi accidente, hacia mi lado izquierdo se sucedieron tres compañías en once días, una a una, con sus redes, ritos, mecanismos y prácticas para moverse en el sistema de salud contra accidentes. Primero  una mujer mayor que sobrevivió a ser arrastrada por un micro,  luego dos mujeres jóvenes alrededor de veinte años,  una detás de la otra. La primera por gastritis aguda y la segunda sobreviviente de un accidente interprovincial. A mi diestra  estaba Kattya también de veinte años, a quien encontré y dejaré al salir de alta, también por accidente de tránsito, cuya compañía me permitió transitar una experienci en manos de las/os trabajadores de la salud, con quién logramos sincronizar nuestras necesidades y estados de vigilia.

Aquello que me faltaba de gestos provenientes  del sur hasta antes del accidente, lo he hallado en estos días aquí, completamente detenida a través de la compañía, el drama y las extensiones de mis compañeras de cuarto. En esta otrora habitación exclusiva de la Clínica Internacional que hasta fines de los noventa del siglo XX fue sede de la embajada de Estados Unidos.  
Sigue siendo anónimo, un señor mayor golpeado en la cabeza, salió de alta al segundo día de mi ingreso donde estaba dopada. He tendido nuevas redes con Sara Flores, Pamela López y su abuela Isabel Cuadros, procedente de Huamanga que viene a animarla. Pamela es una de las víctimas del choque de Cañete entre un bus de Soyuz con un tráiler, que por milagro y no otra cosa, sufrió una herida en una pierna con los vidrios de una ventana, aun así enfrenta cirugías exigentes, su novio que venía a su lado murió en el acto. Kattia Chauca Salazar  -hasta podría ser mi pariente por eso de los apellidos-, fue atropellada por un camión a inicios de febrero, tiene una herida expuesta, ha experimentado tres cirugías y tiene pendiente otras. La visitan su joven esposo, una señora que yo creía su madre, era su suegra. Me contó que su madre era migrante de Tingo Maríay su padre de Huánuco, a quienes nunca vi en los días compartidos.

Kattya
El 14 de febrero del 2012 adquirí mi condición de víctima en un accidente de tránsito, cubierta por  un sistema de Seguro Obligatorio contra Accidentes de Tránsito (SOAT), por esa magia de los milagros me condujo a una clínica y no a alguno de los hospitales públicos, de haber sido lo contrario,  seguramente serían  otros los resultados que contienen  este registro. Hasta el momento puedo afirmar que la atención obtenida en mi condición de impedida y paciente no tiene nada que envidiar a lo logrado en las clínicas más costosa que pululan por toda la avenida el Polo,  cuya ubicación seguramente hubiera facilitado la fluidez de ese lado de mis amistades, quienes  una a una se excusaron por la distancia. Algunos enfermaron parientes, otros celebraron contratos impostergables, las más oraron y me desearon mejoría, seguro que Dios atenderá sus plegarias porque van a misa sin falta,  colaboran con toda obra de caridad y sus diezmos son los más notables, pero sobretodo, me aman mucho si estoy feliz, disponible y aporto a sus proyectos.

A ellos se han sumado los saludos de mis colegas y amigos/as académicos, políticos/as, militantes de las calles,   que por  vacaciones disfrutan de alguna playa al sur o norte, encontrándose demandadas/os de tiempo como para darse el trote de manejar hasta el centro de Lima en medio de un verano infernal como este. Pero siempre hay excepciones, esas ha sido marcadas por mis dos amigas del Grupo X, mostrado que ante impedimentos, cuento con tres de cinco vértices unidos, eso es bueno, te permite distinguir con quien te diviertes y con quien sufres.

En el mundo de las objetividades y las simbologías,  en estas cosas como en todo hecho social  uno tiene que ubicarse. Un impedido(a)  físico requiere de buenos deseos, puesto que es el paciente quien únicamente padece el proceso de una situación como esta. Por ello se explica que haya sido desbordada de hermosos mensajes, PPT y por supuesto de muchas flores que he debido compartir con otras habitaciones, era una lástima concentrar tanta belleza en un solo ambiente,  más aun impedir que fluya la intención y buena vibra con  el que venían inspirados. Agradezco a la vida,  por contar con  colegas tan buena onda.
El valor agregado de mi  hospitalización céntrica,  proviene de aquello que ha sido el eje de mi vida -sostenida laboral  y/o voluntariamente-, la formación y compartir con mujeres de la zona norte, este y centro de Lima. Esta situación ha vuelto a reencontrarme con ellas. Anudado lazos de solidaridad como en los viejos tiempos. Con las DesdeNos, su construida sorpresa les produjo más sorpresa a ellas que a mí,  si embargo,  evidenciando que este tiempo compartido ha permitido  fortalecer afectos y amor colectivo.
Y qué decir de mi familia ese núcleo de cinco extendido a ocho, es en este tiempo donde se han estrechado, distendido, esclarecido y fortalecido nuestros lazos, la forma de ser y amarnos como sólo nosotros sabemos hacerlo, hoy más que ayer sé con quienes son nuestros referentes en tiempos de crisis, cuya reflexión, requieren un espacio propio.

Mis ángeles  y arcángel
En este punto provoca concentrarme en el noveno día enlazado con el décimo, que corresponde a mi operación quirúrgica para reconstruir la fractura múltiple de mi pie izquierdo con seis clavos, seis tornillos y una placa de platino.
Escribo para para compartir con quienes se manifestaron y enviaron buenos deseos o han circulado todos estos días mostrándome su amor, animándome y llenándome de energía positiva.  Para quienes no se han enterado, será una forma de estar informadas(os)  para cuando volvamos a hallarnos, toquemos otros detalles y no los de este tiempo.  Especialmente para quienes me animan a escribir,  esta es una oportunidad para darles gusto en primera persona.

Nunca antes  había sido intervenida, aun cuando a los seis años de edad,  por majadera, me extrajeron arena del ojo izquierdo que bien pudo ser sólo un tratamiento mecánico, hecho que   impedí exagerando mi dolencia. Registrando de aquello,  la nefasta experiencia en el uso de sedante por la vía oral,  donde te piden que respires mientras te ahogas,  mi primera constatación de la contradicción entre el mandato y resultado.

Ahora que lo pienso, podría hallarse en esta experiencia un hilo  del entramado donde se sustenta   mi rechazo a cualquier tipo de cirugía, aun cuando  he contado con más de una orden imperiosa para ello. Por increíble que parezca para quien se mueve en el mundo de los hechos y la objetividad profesional, mi humanidad cotidiana, permanece impregnada  del espíritu abierto a diversas alternativas de salud. Antes de extirparme algo en el 2003  me inicie en la magnetoterapia a través del cual lo superé, de pasó  me liberé de  otras afecciones crónicas como la gastritis, pero principalmente amplié la tolerancia hacia mi subjetividad  y otras subjetividades.
Volviendo a los momentos previos de mi operación, todo el trayecto del segundo al quinto piso,  fui conducida por dos técnicas,  que a estas alturas, conocían todos mis pudores en sólo nueve días de convivencia mucho más que mi madre. Fuimos acompañadas hasta cerrar la puerta de ingreso al área de cirugía, por un cuarteto de tres mujeres y un hombre: Lucy, Rosanna, Vilma y Rodrigo.

Rosanna,  es aquella amiga que la vida te coloca como al azar, pero que sin duda ha de  estar contigo  cuando menos lo esperas, venciendo sus propias urgencias y emergencias; quien mejor que yo para saber de ellas y resignarme cuando dejamos que el tiempo imponga ausencias  o contrariamente, disfrutar al máximo compartires entre periodo y periodo, ocupando un completo fin de semana, donde construimos miles de proyectos para desaparecerlos cuasi inmediatamente que tomamos propios rumbos. A Rossana me une, no la ideología, tampoco el trabajo, los proyectos, la profesión, los  amores, opciones,  espacios coincidentes, barrio, extracción social, etc. referentes usuales de amistad... Ambas estamos seguras que nos une, nuestras vidas pasadas, puesto que ha sido el universo quien nos unió.
Compartimos la condición de ser mujeres parte de dos siglos, nuestra renuncia temprana a ser víctimas o victimarias, la posibilidad de reírnos de nosotras mismas, el modo de reconocer errores y aciertos, dándonos la mano, animándonos donde termina la fortaleza de una y empieza la capacidad de la otra.  Sin medias tintas ni ambages, pero principalmente sin intentar cambiarnos una a otra, sin perder el interés en  la opinión de la otra. Aceptándonos, reconociéndonos, valorándonos y respetándonos tal como somos.  Condiciones suficientes  como  para   hacerse parte de este momento conmigo, sin esperar yo y prometérmelo ella.

Lucy, mi hermana menor,  sintetiza esa identidad  de mujer que nos cuesta tanto entender, deconstruir  y seguir. Con seis años de edad menor a mí, fue mi primera muñeca –nunca me gustaron las muñecas y mi sabio padre  me proporcionó juegos  que avivaron otras habilidades-, luego mi hija-hermana. Hoy es mi amiga, madre, cómplice, socia, chef predilecta, sanadora efectiva, boticaria surtida, enfermera, administradora, corresponsable del cuidado de mamá, arquitecta, pintora, coordinadora de evento  para animar mi medio siglo. Fiel guardiana de la moral, los valores y ciudadanía comprometida.  Co-madre compartiéndome a su único hijo Rodrigo,  seguro que con su cuota  humana de re-celo pero con total desprendimiento y generosidad que sólo una hermana que se ama a sí misma y te ama bien, puede hacerlo, sin dudar un segundo  de aquello que le corresponde en su múltiple faceta.
Vilma, mi prima hermana paterna, es un símbolo del parentesco que trasciende al linaje. Siempre he creído que uno no elige a los parientes, sólo los acepta, anima, comparte, parte, reparte cada acontecimiento trascendente del ciclo de vida nacimiento, alianzas y funerales. En situaciones de protección a la salud mental,  uno los sitúa como parte del paisaje y el clima, ni lejos que te enfríe o cerca que te quemen.  
Con Vilma  me sucede eso que una sueña de los parientes más sublimados: abuela, abuelo, tío o tía preferida. Donde encuentras refugio, amor, confianza, admiración, gusto y regusto de estar juntas. Con quién no hay secretos, entre nos, la verdad fluye, para creer  y confiar basta nuestra palabra, sin necesidad de mirarnos a los ojos puesto que a veces lo hacemos desde el otro lado del globo. Cuando hablamos lo hacemos hasta recibir la aurora riéndonos a coro o a veces con largos silencios cuando ingresamos a las confesiones. Será porque no fueron nuestros padres quienes se ocuparon de animar este parentesco, sino nuestra propia necesidad de ser.
La conocí dos días después de haber celebrado sus diez y seis años por partida doble. Siendo dos años mas joven que yo, despertó  abruptamente en esa fecha a la responsabilidad de conducir una familia de nueve personas sin más herramientas  que  su experiencia de hermana mayor –desde su tercera posición en la lista-. En mi caso, jugaba a ser madre soltera sin haberme percatado  de ello. Durante quince años nos hicimos mujeres, madres putativas,  ciudadanas, trabajadoras de mil oficios  una al lado de la otra,  enlazando nuestras vidas con tal solidez, que ni siquiera un continente de por medio nos desdibujara. Retornó cuando a su maternidad putativa, la muerte le arrancó un hijo,  volviéndonos a juntar en esas condiciones para aprender a compartir el dolor. Gracias a Dios, que ha decidido quedarse para enfrentar sus propios elefantes blancos.
Rodrigo, mi hijo compartido de diez y siete años, debido a su condición de sobrino, ahijado, asistente, compañero cinéfilo, crítico, interpelador, asesor de compras y consejero financiero. Es el único que puede hacerme desistir de esa tentación  para satisfacer el consumo o dar por dar, recordarme que si una no se ama primero nadie lo hará, que tu calidad de vida redunda  en mejores condiciones de colocarte al servicio real de los demás y no recubrirlos con la doble moral de “labor social con impacto personal”.  Suele ser de tanto en tanto, mi alter ego  y siempre que esto sucede me recuerda el sincretismo de prácticas, valores y relaciones humanas inculcadas por su madre,  padre  y un granito de mi disfrute.
Janet, mi hija,  seguro que estará subiendo las escaleras porque la hora de mi cirugía se adelanto. Cada vez que la veo  admiro en ella esa capacidad para hacer  simultaneidades a mil por hora y acertar, pueda que se deba a la energía de su juventud o la prueba tangible de que una puede hacer que la planificación, estrategia  y eficiencia sea encarnada. En ese sentido debo revalorar mi aporte en organizar sus lecturas infantiles,  invertir año a año en ensayo de proyectos, planificar y llevar una agenda, en tiempos donde no era posible pensar más allá del día siguiente como fueron los noventa. 
Desde sus 21 años que embanderó su libertad, se emancipó económicamente. En,  todos los centros de trabajo donde se ha desempeñado y desempeña la gratifican como la trabajadora del año. Es  asertiva con sus proyecciones, cumplimiento de   todas sus metas laborales, personales y familiares. En estos días de licencia reproductiva,  viene compartiendo su tiempo entre su hogar y mi emergencia.  Atendiendo necesidades de cuidado especializado de una bebé sesimesina, el duelo de la hegemonía de su hija mayor con cinco años, una pareja silenciosamente demandante, a los  que ha sumado estos once días de seguimiento a mi estado, postergando su aun  frágil  estado. Me  antecedió con una doble  fractura también del tobillo izquierdo en pleno estado  embarazo, cuyo impacto la colocó ante un parto prematuro y de alto riesgo próximo a navidad. Todas mis amistades que han coincidido con ella en este tiempo  y espacio, celebran su fortaleza y estado,  significando que bien ha aprendido a superarse a sí misma.
Estas personas que he tratado de dibujar brevemente, fueron mis ángeles y arcángel acompañándome ante el episodio que intento registrar,  para exorcizar   mis demonios y reivindicar a mis seres de luz que han circulado y permanecido junto a mí en el día a día.

La Tetraktys y sanadores
Rosanna se coló al ascensor sosteniendo mi mano, Lucy, Vilma y Rodrigo nos ganaron por la escalera, me abrazaron, besaron y animaron hasta que la puerta del área de operaciones se cerró tras la camilla, aún así me pareció ver un destello brillante en los cuatro pares de ojos, no quise mirar más,  como no quise hacerlo luego del segundo siguiente del accidente, al ver el muñón de mi tibia y pie izquierdo colgando, pueda que esta vez no me salga el quejido de ese momento y si las lágrimas que me faltaron.
Entre el pasillo y la sala de operaciones esperamos quince minutos, tiempo donde pude percibir la humanidad en apuros de Jenny, la técnica que me conducía, quien no había tenido un espacio para vaciar su propia vejiga, urgida en atender  a nuestras cuarenta y cinco vejigas del segundo piso. La salvo del accidente inminente, dos médicas jóvenes que revisaron en detalle cada punto y documento del protocolo, insistiendo alrededor de mis alergias y probables causales de riesgo quirúrgico. Haciéndome pensar y dejar de sentir, advirtiendo que estaba rodeado de una numerología recurrente de diez, la tetraktys, la nueva unidad.
Introdujeron mi camilla de cabeza, a la sala de operaciones propiamente dicha, miré hasta donde alcanzaba mi visión  de cúbito dorsal,  una posición también nueva en mi vida,  permitiedo concentrar mi foco de atención al cielo raso de todo espacio por el cual me despazaban, ese que pocas veces  tomamos en cuenta, salvo si nos hallamos a campo abierto en  una noche clara de verano o en las alturas de los andes cuyo cielo tachonado de estrellas impide que lo ignoremos.
Miré una habitación  verde con techo blanco donde destacaban grandes reflectores circulares, a  mi izquierda, una mesa estándar también verde. Tan pequeña cuasi de medio metro de ancho y dos de longitud. Un espacio donde quepa todas las humanidades independientes de quienes son, de donde vienen, por qué razones y urgencias. 
Esa mesa me hizo reflexionar que en verdad, son muy pocas cosas  las que necesitamos cuando estamos en situaciones extremas,  como  había sucedido en esos nueve días con mi vida: un espacio de tres metros cuadrados, una camilla menor a una plaza de ancho, con ruedas  y rejillas –que importante se me ha hecho una cama cuna en mi medio siglo de vida-, la mesa de noche,  una silla y mesa graduable de una sola pata que sirve de comedor, lavadero y escritorio desde donde registro en este momento.
El valor de todo lo tangible a que un(a) ciudadano(a) de la aldea global aspira, se estresa y destroza en una vorágine de  ansiedades: casa, departamento de playa, casa de campo, carro, piscina, club, banco, oficina, mejor si avión o isla particular, dejan de  tener sentido. Y los que se tienen como centro lo intangible: la gloria, fama, éxito, distinción, poder y por decorado lo tangible. Todo ello se difumina, cuando nos miramos descarnadamente ante nuestra humanidad impedida. Aflora en este estado todo lo que somos, necesitamos y transformamos física, biológica, fisiológica, social, cultural, simbólica y espiritualmente.
Me rescató de mis cavilaciones la voz de la médico asistente, pidiendo  autorización para iniciar el procedimiento al "mejor anestesiólogo del país", el Dr. Rodolfo Díaz Espinoza, a quien no podía distinguir porque estaba hacia mi cabecera. Con su autorización y mi propio desplazamiento auxilada por mi pie derecho,  fui trasladada a esa pequeña mesa de cirugía donde las películas policiales y de criminología  muestran cuerpos inertes.

Observé sobre  mí, los reflectores más  potentes de la habitación. Bajo mi cuerpo sentí la dureza y frialdad de una  camilla cual altar de piedra para ancestrales ritos de sacrificio. En la pared del frente un reloj circular de los años cincuenta de un siglo que ya no existe, marcaba diez para las ocho, añadiendo un diez más a los cuatro que descubrí en el trayecto. En la superficie de una mesa  angosta muchos frascos ennegrecidos, ámbar, blancos y azules. Hacia el lado izquierdo debajo del reloj, un botiquín añejado, testimonio del tiempo de existencia del edificio y sus usos.
Intenté mirar hacia mi derecha e izquierda, las dos jóvenes mujeres me lo impidieron, una a cada costado. La de mi  izquierda tomó mi mano y la estiró, percatándome que en esa camilla a modo de altar de vida y muerte había dos extensiones donde los brazos descansaban, dibujando la imagen de un cuerpo crucificado. Nunca pensé que de este modo  reeditaría el suplicio de  Cristo en propia versión y formato femenino.
Mientras la doctora me conectaba a una serie de cables, se aproximó la voz del Dr. Díaz, finalmente pude verlo vestido de verde. Una desconfía siempre de los anestesiólogos, por el rol particular que juegan en cada caso exitoso o fracaso de intervenciones quirúrgicas. El no era la excepción lo miré y como respuesta me preguntó de golpe a cerca de Ilo, retomando el origen de mi alergia a la penicilina, que horas antes  anotó.

Ilo un nombre  de lugar  que en ese instante fue mágico mostrándome que cerca podemos estar de personas aparentemente tan extrañas y desconocidas. Esto sucedió entre ambos, con una década de diferencia, teniendo como marco,  esa pequeña caleta de pescadores que él conoció en los ochenta y el pequeño pueblo pujante donde yo viví, durante el primer quinquenio de los noventa. Mientras me colocaba la anestesia intravenosa, descubrimos que vivimos, bebimos, degustamos, disfrutamos  y recorrimos los mismos lugares coincidiendo en preferencias. Hablamos de los frutos del mar disfrutados en el mismo restaurant, quien sabe si en la misma mesa, aquella que te permite ver el horizonte azul y enormes barcos que día a día se llevan el cobre y la plata del Perú, mientras explotan en tu boca cada bocado de dioses.
Personalmente tengo limitada preferencia de alimentos marinos, sin embargo en Ilo, descubrí las distintas formas de  apreciar cada uno de sus platos gourmet estilo pueblo marino. A cocinar el fresco y barato lenguado que en Lima del siglo XXI supera los cincuenta nuevos soles el kilo (18 dólares), mientras que en Ilo, durante mil novecientos noventa y tres al seis, podía adquirirse uno mediano independiente del peso, a cinco nuevos soles (1.8 dólar), inspiándome en mis pininos de parrillas, salados, horneados y sudados. Nunca me atreví a hacer ceviche, porque justamente soy exigente, sólo me animo con el mejor y estaba más que segura  que haciendo ceviche era perfecta degustadora.   

CEOP Ilo
Recordé aquel muelle, uno de los pocos al  que mi olfato toleraba  en sus aromas marinos, no tanto porque fueran menos intensos,  sino porque mi  olfato quedaba en segundo lugar al ser atrapados mis otros sentidos por el festival marino en que se transformaba la interacción extraordinaria de hombres, mujeres, pelícanos, gaviotas, patos, grullas y lobos marinos. Siempre me asombraba el modo mágico que convivían, se movían y relacionaban. Algunos hombres se quitaban con los pelícanos el manojo de peces que llevaban consigo, mientras le increpaban su pereza para pescar por sí mismos, otros en cambio, los trataban como a cachorros, en tanto  que   las  mujeres los espantaban al mismo tiempo que engreían.
Un espectáculo propio correspondía a aquel lobo marino del muelle, distinto a sus congéres de Punta de Coles, quienes  ante la presencia humana se desesperaban y hasta despeñaban. Este tenía unos ojos de perro chihuahueño,  marrón oscuro y enorme, con unos bigotes largos  que agitaba cada vez que se acercaba a alguien. Con su lento desplazamiento movía sus más de cien  kilos, de un lado al otro a lo largo del muelle esperando la ración que cada expendedora le proporcionaba.
La voz del Dr. Díaz me alejó del muelle para juntos recorrer las playas del norte, de su fracaso de pescador, el papel de su mentor médico Julio Díaz Palacios, en tiempos donde aquél dejaba de serlo para transformarse en el primer  alcalde de Ilo. Hablamos de Rosa Pacheco a quien ambos conocimos, que fue mi enlace y espejo a través de quien me aproximé a esa realidad.  Prontamente en esos diez minutos similar a una consulta médica en el seguro social, me encontré con esté medico que acompañaría mi operación,  a manos de quien quedaría  mi halito de vida  y cuerpo  inanimado.
Cuando se aproximó el cirujano Pablo Chávez, ya había abandonado mi rol de una paciente inerte y pasiva, al punto que subraye: "No se olvide que se trataba de operar mi pie izquierdo y no el derecho". Sonrió y comprendí que me vio dueña de la situación asegurándome que todo saldría bien. Será por eso que cuando la conciencia empezó a ceder y emergía mi inconsciencia, les dije a ambos que me dormiría mecida por las olas de la mar de Pozo de Lisas y la inmensidad del amor de Dios como la mar.  Así sucedió… me vi mecida por esas olas azules, frías y transparentes mientras el sol brillaba fuerte como suele hacerlo en este tiempo  y miré el firmamento hasta creer que vi el rostro sonriente de Dios y me dejé llevar en paz.

El calor humano cual hálito de vida
Una voz femenina me llama:“Señora la operación ya terminó, todo salió bien”. Siento algo en la boca, una presión en el pecho, intento toser y ella me dice: “¡Empuje con la lengua!”. Así lo hago, es un tubo que extrae de mi boca. Despierto a ese dolor que me invade y trae de golpe la consciencia. Los sentimientos suelen ser inexplicables, porque cada quien los vive única y personalmente. En este caso, mi dolor se concentraba en mi pie izquierdo y se apropiaba de todos mis sentidos.

Había olvidado aquel dolor del  momento de la fractura, mas  ella volvía a mí para invadirme, extendiéndose a todo mi cuerpo. Un dolor semejante a ese que uno padece en el preciso momento de la mayor flexión que se produce con una torcedura de pie, sólo que en esta oportunidad, ese dolor lacerante, punzante y que te doblega. Lo sentí constante, creciente, invasivo. Con voz dolorosamente ronca alcancé a decir: “¡Me duele!”. La voz de mujer me dijo: “Del  uno al diez  ¿Cuánto le duele?”. ¡No sé porqué dije ocho y no diez!, pueda que esperara un  dolor mayor.  Me dijo: “No se preocupe, ya va a pasar,  acabo de colocarle este analgésico que poco a poco la aliviará”. Abrí los ojos y mire a lo alto una bolsa de suero y analgésic, conectada a mi brazo izquierdo y sentí una nueva presión en el lado derecho. 
Pasee la mirada hasta donde me permitía mi posición de inmovilidad,  al fondo izquierdo había un reloj que marcaba diez para las doce, había estado inconsciente cuatro horas. A mi costado derecho sobre una mesa similar a la que me colocaron para la operación estaba el cuerpo desnudo de un  hombre con vendas sangrantes. 
Lo miré y sentí  frío, mucho frío, por mí, por él. En ese instante me percaté  que   yo estaba sombre mi camilla. Un pito empieza a sonar, siento una mano que me frota  el brazo mientras me dice: “¡Señora respire!… ¡Respire profundo!”. Intento respirar, recordar mis sesiones de meditación y relajamiento, pero cuán dolorosamente difícil se me hace.
Empecé a respirar profundo, intentando distraer mi mente de aquel dolor que no había disminuido un ápice. Inspiré y expiré, me dolió el pecho mientras oí mi voz tan extraña diciendo: “Tengo frío”,  sentí un nuevo peso como de una madera sobre mi cuerpo y una voz me dijo: “¡Ahora estará mejor, respire, no deje de respirar!”. Nunca imaginé que costara  tanto respirar,  pensé que si me concentraba en  respirar, el dolor  se alejaría,  lo hice una, dos, tres… y creí que había alcanzado un ritmo, pero vuelve a sonar el pito,  la voz está vez distante, desde algún lugar de la habitación exclama: “Señora respire, respire, no puedo estar con usted todo el momento”.
Nuevamente me esfuerzo por respirar,  vuelvo la mirada al lado derecho y logro sentir mi brazo, aun cuando no podía mover ningún músculo. No había nadie, intenté mirar al frente y sólo vi una línea blanca, adiviné una camilla en el pasadizo a punto de salir. Mas adelante, sabría que se trataba de Kattia mi compañera de cuarto, quien fue programada para las once y debió esperar hasta la una de la mañana,  porque se antepuso una emergencia a su intervención. Moví la cabeza de un lado a otro y el pito sonó otra vez. Me dije a mi misma: “No soy yo,  estoy respirando”.  La voz se acercó y logré ver su rostro, era una joven delgada, con lentes blancos.
Saqué fuerzas de donde no tuve y le pregunté: ¿Cómo se llama?,   dijo llamarse  Blanca, respondí: "Es la cuarta blanca en mi vida". Sonrió y el calor volvió a invadirme, me preguntó por las otras Blancas y le conté: “Mi amiga Blanca Sánchez del barrio, Blanca Merino de las calles y Blanca López del trabajo”.  Sonrió nuevamente me dijo que coincidentemente ella también era Blanca López. Le dije que mi amiga Blanca López, coordinaba la universidad de la experiencia en la PUCP y ella respondió que justamente pensaba entrevistarla porque venía realizando una especialización en gerontología. Le dije que fuera a buscarla y le contara que estuvo conmigo y ahuyentó mi frio aunque no alivió mi dolor  en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Sonrió y me preguntó del uno al diez cuánto dolor tiene le dije:  “Siete”. Respondió: “Cuando termine de bajar todo el analgésico por sus venas le colocaré otro resista”.  Le sonreí y ella colocó una almohada bajo mi cabeza, permitiéndome una mejor visión.
Ingresó una mujer vestida de verde,  pidiendo el espacio donde me encontraba, Blanca le respondió que aun estaba con dolor y no había acabado de ingresar el analgésico.  La médico le dijo: “¡Llame a su piso que vengan por ella, el dolor se lo atenderán en su piso!”.  Blanca asintió, la médico salió. Eran la una y media de la mañana en ese frio ambiente,  Blanca se acercó y me dijo: “No se preocupe demorarán en recogerla el tiempo que tarde en terminar de ingresar el analgésico, concéntrese en respirar”.
Respiré y pude mover mis manos, el calor volvió a mi cuerpo,  algo se movió a mi costado izquierdo, miré ahora con mejor posición, era  aquel hombre joven que miraba su brazo vendado ensangrentado,  moviéndose y agitándose. Su cabeza totalmente vendada y su torso desnudo ensangrentado.  Blanca se acercó con algo y él vomitó, ella le dijo: “Con calma Santos, ya está mejor”. Se recostó  cerró los ojos, sumiéndose en un estado confuso de sueño o muerte. Tras de él oí  un quejido de alguien que no alcanzaba a ver,  esto me hizo consiente que estaba en mejor situación de abrigo aun cuanto compartíamos el padecimiento del dolor,  sólo debía respirar, total el dolor cuando se instala no puede ser mayor de lo que es, aun cuando sintiera que tiraban de mis tendones desde bajo la rodilla hasta la punta de los dedos y temblaba por voluntad propia.
El timbre volvió a sonar simultáneamente al reingreso de la médico que esta vez con energía telefoneó  personalmente al segundo piso, pidiendo que vinieran por mi y Santos. Luego se acercó a mí y me miró, se acercó al botón del respirador y dijo: “No creo que sea usted porque se la ve bien, seguro que el timbre se malogró”. Le sonreí y dije: “Doctora debe estar cansada”. Me miró en silencio detrás de la mascarilla, adiviné a una mujer endurecida en las lides con la muerte para mantener la vida, sea de día o de noche, provocándome profunda lástima y comprensión su enojo,  en medio del cual me encontraba sin siquiera proponérmelo. Se alejó en silencio y quizás con furia, dejando tras de sí  una puerta mecida en su eje trascsus pasos o quizás sólo su impaciencia ante una nueva batalla.
Blanca se aproximó y me dijo: “No se preocupe, ahora estará mejor, le podré una subcutánea”. Así lo hizo, saqué la mano derecha  como para medir mi movimiento, me preguntó si quería que me deje su manta, lo pensé y le dije: “No,   seguro necesitaría para quien ingrese y sientan tanto frio como  yo, en mi piso me abrigarán”,  le agradecí sobre todo haber hablado conmigo. 
Me  bajaron a las una de la mañana y  allí estaba Rodrigo, tal como amenazó, se había quedado para seguir siendo compañía  en este momento. Lo acomodaron junto a mí, sostuvo mi mano y sentí que todo pasó, que sólo debía seguir respirando profundo. Había sobrevivido a la experiencia más fría y vulnerable de mi vida, descubriendo que la vida es sólo un respiro, que en todo momento hay piedad y sólo importa una mano para asirte, para que fluya  la tibieza de la energía, recordándote que tenemos hálito de vida, cuando sumamos  energía y sentimiento humano, que es compañía.