No termino de llorar a AnaT. Y tengo que despedirme hoy 10 de julio, del
padre Jorge Álvarez Calderón Ayulo sacerdote diocesano, el primer cura de mi pueblo,
como suele decirse coloquialmente cuando uno habla de un personaje como él. Esta vez, su partida antes de producirme tristeza me llena de paz, consuelo y
reflexión que bien necesita mi alma. Para él terminó su padecimiento encarnado
de 116 dias que vivió primero en una clínica y luego en un lugar de reposo, coincidiendo
con el tiempo de nuestro aislamiento. Se fue tras celebrar sus 90 años, enfrentando una afección agresiva como el cáncer con entereza y sonrisa
que cultivó a lo largo de sus años1. Se fue en paz y con la misión cumplida, que pocas personas pueden sentir al final de sus días
Lo conocí mientras bordeaba mi niñez,
paralelo a la búsqueda de Dios y un credo, de la mano de mi abuela Rosa Herrera, por todas las iglesias de ese tiempo. Si bien el Padre Jorge, no logró
fidelizarme a la religión católica como único credo, si me abrió la puerta a
otro modo de ser y hacer iglesia con rostro humano con y para los pobres, sin esperar a morirnos para tener nuestro terreno en
el cielo sino construirlo aquí y desde ahora.
Cuando seres como el P. Jorge parten, pienso que en el cielo hay mucho trabajo y
cada vez menos almas para hacerse cargo,
en tanto que el infierno se ha instalado en la tierra ardiendo inagotablemente.
El cielo o el universo, dependiendo de nuestras creencias, hoy está más necesitado
de almas o energía que sostengan y animen a seres que padecen más allá de sus fuerzas.
Pensamiento que a su vez, me redirige hacia quienes causan
tanto dolor, daño y perversión. Seres avasallados por la codicia y crueldad que
no se detienen ante nada, arrasando todo aquello que encuentran a su paso, que
perciben como impedimento para llegar y/ o llevarse su botín. Algunos hombres y mujeres que renunciaron a
su humanidad a cambio de poder, dinero y control; sin importar a quien esté por
delante. Y en verdad si fuera fanática creería que son la maldad encarnada, sin
embargo no puedo darme ese lujo porque nuestra realidad de hoy es más compleja
que buenos o malos, héroes o villanos, ángeles o demonios.
Es fácil caer en la tentación de buscar explicación sobre aquello que vivimos a la metafísica, el
esoterismo, la confabulación y fanatismo. Suele llegarme muchas cadenas de
oraciones unas más atrevidas que otras, y realmente cuando pienso que ya nada
me sorprende, tengo que reconocer que hay quienes se esfuerzan hasta lograrlo.
Suelo imaginar que en la desesperación algunas personas sólo reproducen cadenas inclusive sin leerlas y decodificar el mensaje
que lleva, porque de otro modo es incomprensible que lo hagan teniendo clara
comprensión del mismo.
A veces los leo esperando hallar al final alguien que lo firme para hacerse cargo de
las afirmaciones y atrevimientos que se toman, las cuales son realmente
hilarantes. Porque no sólo van dirigidas a un ser supremo, a quien no me imagino sentado frente a una computadora
leyendo en su celular, CPU, tablet o laptop, el mensaje que le llega por las
redes llena de pedidos a delibery, con mala ortografía y contradicción. O
pidiendo a miles de ángeles respondan a su estilo los diversos mensajes porque
él no puede, aun siendo Dios, o resolviendo con una fórmula estándar: “Denle a cada uno siete veces siete lo que se
merecen según el record de su humanidad, piedad, solidaridad y amor por el otro”.
Cuando era niña algunas oraciones me llegaba en estampitas
con firma al final, que no eran de demandas descaradas, maniqueistas e
interesadas sino de compromisos y gratitud que me animaban. Recuerdo mucho
aquella que solíamos rezar al patrón de nuestra
iglesia cotidiana antes de conocer al P. Jorge: “¡Señor, haz de mí un
instrumento de tu paz!/ Que allí donde haya odio, ponga yo amor;/ donde haya ofensa, ponga yo perdón;/ donde haya discordia, ponga
yo unión;/ donde haya error, ponga yo verdad;/ donde haya duda, ponga yo fe;/donde
haya desesperación, ponga yo esperanza;/ donde haya tinieblas, ponga yo luz; donde
haya tristeza, ponga yo alegría…” (San Francisco). Pueda que la era digital haya logrado sustraer
las autorías o por esa tendencia de escribir
lo que sea y como sea, nadie se hace cargo de nada o sólo les interesa las cuentas electrónicas que
capturan.
Con osadía y atrevimiento se dirigen nada menos que a Dios, con un pliego de reclamos, demandas y lamentos, como si en verdad
existiera un dios también bipolar que por un lado fuera cruel y vengativo,
mientras por otra toda bondad, magnanimidad, perdón y más perdón. Unos lo
acusan de ser causante de todas las calamidades y le piden que calme
su ira, atribuyéndole la responsabilidad de las malas acciones de una
parte de los seres humanos contra todo el planeta. Otros más fanáticos/as, le
piden que con su sangre los bañe, limpie y salve. A mí se me escarapela
el cuerpo, si esta gente contara una vez más con la oportunidad de tener a un Cristo hecho cordero, dispuesto al
sacrificio, seguramente no dudaría en ejecutarlo una y otra vez para salvarse.
Los/as más osados/as, piden que los proteja a ella o él y su familia, sus amigos, y quien rebote la cadena, e implícitamente que el resto se reviente. Y hasta que se lleve
al virus consigo o sea que él se reviente, una vez más pienso en el sentimiento profundamente egoístas en que se inspiran y reproducen. De modo
que aun cuando hubiera un dios que
respondiera a sus demandas, apenas se sintieran a salvo se olvidarían de él,
retornando a ser lo que eran y hacer las cosas que venían haciendo hasta cuando
se detuvieron. Como hicieron y hacen con
médicos/as, enfermeros/as,
policías, trabajadores de limpieza pública, choferes, cobradores, dependientes,
por dar algunos ejemplos de servicio esencial.
A propósito de mi
recuerdo del P. Jorge, pienso el modo cómo nos hemos vuelto utilitarios/as en todo y
respecto a cada dimensión de nuestro ser, incluyendo lo espiritual y la fe.
Distinto al contexto en el cual él dejo de ser parte de la aristocracia
oligárquica allá por los cincuenta, renunció a su carrera de ingeniero agrónomo
que como solía decir lo tomó como pretexto, porque desde que veía las obras de
caridad de su madre lo atraía la filosofía, pero que esa opción ya le había
ganado por puesta de mano su hermano mayor Carlos, así que dos no podían ser
abiertamente filósofos al interior de una familia conservadora, oligárquica y
con poder, de modo que su camino al sacerdocio fue sinuoso.
Conocí, al P. Jorge cuando él tenía 39 cuando y yo andaba
bordeando mi primera década, un tercer domingo de enero. Nos habíamos mudado esa
semana donde sería nuestro nuevo barrio. Al cual apenas llegar nos recibió un
diluvio, aquel del 15 de enero de 1969, esa noche se había abierto las
compuertas del cielo, porque llovió tanto, pero tanto, que amanecimos asustadas
y acurrucadas. Mi hermanita Luz tenía sólo cuatro años y se espantó mucho, nunca
había experimentado una lluvia torrencial, se metió bajo el poncho de mi hermano sin moverse de su lado,
de modo que parecían bicéfalos, acurrucados, mientras papá y mamá hacían todo
lo posible por protegernos.
Desde tiempos inmemoriales, siempre que hay un fenómeno
natural, más allá de las costumbres el temor nos lleva a refugiarnos en la fe,
tras la lluvia vino el nuevo día, con él a acomodar nuestra nueva vida, sin la
amplia casa de Zárate, huertos,
parques y amigos que teníamos
antes. Era un barrio joven seudo comunista, militarista y
velazquista, sin fe ni credo, puesto que la mayor parte de su población había
sido trasladada hacía sólo algunos años, de los rededores de la Plaza de Acho,
porque se tenía en perspectiva construir
vías en su lugar.
Ese primer domingo al escuchar la campana fuimos por primera vez a misa de noche, bajo la luz mortecina de velas. Conocí a un cura prestado del Pueblo de San Juan de Lurigancho y Tres Compuertas, sin sotana, ameno, sonriente, joven y nos pedía que lo llamáramos Jorge o padre Jorge. Tan distinto a nuestra experiencia previa, primero de Barrios Altos, luego de Leticia y más espaciadamente desde Zárate,
mi madre y padre, solía llevarnos los domingos en la mañana a la misa de la
iglesia San Francisco, luego a tomar desayuno
con butifarras, sándwich de lechón.
En realidad a mí no
me interesaba otra cosa que conocer más ese misterioso y amenazante lugar al que nos habíamos
mudado, ya no viviríamos más de alquiler, mamá había comprado su terreno, pese
a la oposición de papá por un barrio, él
no quería echar raíces como todo migrante,
sólo estaba esperando juntar suficiente dinero para retornar a los
andes.
En la misa éramos muy pocos, no más de 20 personas todos/as de pie, los/as jóvenes se
juntaba de tres para compartir una vela y un libro de oraciones. Estaba en el lugar
donde hoy se erige el Centro de Salud Santa Rosa, allí donde murió el primer
médico con Covid 19 asintomático, que le regalaron en su domicilio, sin enterarse hasta
colapsar. Contagiando a todos/as quienes estuvieron en su radio, mi vecina que
trabaja en la farmacia y toda su familia recién se están reponiendo.
Durante la celebración observé con atención una mujer blanca, guapa
y distinguida llevaba la maleta con los
enseres de la litrugia, más adelante sabría que se llamaba María Ochoa, la señora distinguida
del Barrio con la casa más bonita y un solo hijo, compartían con el P. Jorge el
vivir un destierro1, el primero por renuncia y la segunda arrojada por ser madre
soltera. Junto a ella una negra desgarbada hacía de todo y se movía por todos
lados, resolviendo cada detalle en aquel
espacio improvisado que era la capilla, también sabría luego que se
llamaba Francisca, más conocida como “la negra pancha”, era el extremo opuesto
de María; casada, con varios hijos, pobre, trabajadora, eternamente sonriente,
bailadora y tenía por corazón similar a pan recién horneado.
Era una capilla de esteras con una cruz rústica de fondo,
piso de tierra, olía a incienso, jazmines y velas, esos aromas que hasta hoy me
recogen. La misa era diferente a la de San Francisco, tan ortodoxo, frío y
distante. El sacerdote nos hablaba casi personalmente, el canto del coro parecía envolvernos a todos/as,
hasta casi elevarnos. Pero aquello que más llamaba mi atención era un tractor
estacionado en su puerta de la capilla, al cual me trepé ni corta ni perezosa
apenas culminada la misa, mientras mi hermana mayor y madre hablaban con al
cura, allí se enteraron de que venía sólo de vez en cuando, porque se encargaba
de toda la Parroquia de San Cristóbal que en ese tiempo abarcaba todo San Juan
de Lurigancho.
Saliendo de la capilla aquel joven cura se me acerca y
pregunta ¿Qué te pareció la misa? Yo embebida
en el tractor, ni lo miro, respondo: "Estaba bonita". ¿Por qué
bonita? Me detengo, lo miro y pienso:
"Cantaron bonitas canciones".
El vuelve a preguntar: "¿Y tú no cantas?" Yo respondo: "No, porque no tengo bonita
voz como mi hermana". Y él me dice:
"Eso se puede resolver ensayando, vamos a
hacer un coro y puedes venir". Yo lo miro y digo: "Le
preguntaré a papá y mamá".
Así fue como empecé a compartir
mis fines de semana entre tres credos, el de la iglesia evangélica bíblica, centrado en el estudios de la biblia que se daba en las mañanas en la casa de mi vecina Gloria, la iglesia pentecostés de mi abuela Rosa que estaba al otro
extremo del barrio y de tanto en tanto a la iglesia católica representada únicamente
por las palabras de aquel joven sacerdote, que luego me enteré se había hecho
cargo de tres chinos huérfanos que vivían sólo a media cuadra de mi casa. Sin
imaginar, que la menor sería integrada en el futuro a mi casa como una hermana
más, a quien mi madre cuidaba con celo, porque tras estar en un internado, era
como un cachorrito, se metía a cualquier casa sin temer ni cuidarse de nada.
Poco a poco fui conociendo su
historia, algunas exageradas y otras cercanas a la verdad. A través de él
conocí a un Jesús que era principalmente amor pero no abstracto sino concreto
humano, mi prójimo el igual a mí, siendo diferente, más cercano, más como yo, al
que podía cantarle sin tener bonita voz y hablarle con mis palabras en
cualquier momento, donde no todo era pecado, que el mayor pecado era mantener a un
pueblo pobre e ignorante.
Un Dios que se regocijaba con
nuestro canto y alegría, celebrando con nosotros el pacto por un pueblo nuevo,
a quien no le teníamos que pedir nada sino agradecer, porque nos había dado
todo, especialmente libre albedrío, conciencia y alma, para hacernos cargo de nuestra
vida y de aquellas que debamos proteger. Por eso al atardecer, siempre que
puedo y tengo, prendo una vela para agradecer, y hablar con Dios, para entender mejor aquello que puedo entender, y sentir
sin tapujos aquello que debo sentir.
La capilla fue creciendo, ya
teníamos bancas y un altar, seguíamos sin santos ni imágenes, sólo esa cruz de
eucalipto que en este momento tengo en mi retina. Hacíamos actividades sociales
y pro fondos, de los que entendía poco, pues sólo seguía de cola a mi hermana
mayor junto con mi hermana Luz, visitado todo el pueblo, recolectado cosas y
ayudando, fue mi primera navidad con misa. Hasta cuando en 1972, nos anunció
que tendríamos un sacerdote para nuestro pueblo, ya contábamos con terreno para
construir la iglesia, para mí fue su mejor herencia, porque a través de sus
gestiones llegó a mi vida quien sería mi guía espiritual y política, así como
mi biblioteca personal alimentando mi lectura, el sacerdote carismático Jean
Pablo Allard, con quien seguramente ya se habrán encontrado y reirán sonoramente como solían hacerlo.
El P. Jorge me mostró a un Dios diferente al que conocía hasta entonces en la
iglesia de San Francisco, magnífico y en las alturas, como doloroso, torturado
y sangrante. Ambas imágenes me asustaban y alejaban, no podía entender que alguien sufriera voluntariamente en ese extremo
y a la vez estuviera tan lejano que
cuando lo llamabas no respondía, por eso con mi hermana preferíamos rezar a la
Virgen del Carmen que era patrona de nuestro colegio. Tampoco era igual al Jehová
del cual se hablaba en el templo de mi abuela, que siempre estaba lleno de exageración
desde los parlantes y el micrófono para la celebración que invadía a todo el
pueblo; el paroxismo, masoquismo y autofragelamiento psicológica contando todos
sus pecados en público para ser perdonado y el modo como eran exorcizado el demonio
de sus cuerpos convulsionantes, me parecía mucho teatro. También era diferente
al Dios de iglesia evangélica bíblica, donde yo era una de las más destacadas
porque me gustaba leer y me comí la biblia como todo libro que cayó a mis manos,
sin embargo muchas de mis preguntas no fueron despejadas.
En estas como los mormones,
testigos de Jehová y luteranos, a los
que asomé, sólo tenían una cosa en común,
el trato distinto y jerarquizante según la clase, posición y los diezmos,
donde los pastores y sus esposas nos llamaban hermano/a en el templo y en la
calle ni nos miraban. Todos tenían incoherencia entre lo que predicaban y
practicaban, al mismo tiempo que fabricaban una serie de prohibiciones a los
que llamaban pecado, lo más impresionante era su relación con los pobres, de
exagerada atención como si fueran discapacitados/as o niños/as torpes, y en el
otro extremo, distantes como
discriminadores. En tanto que los pobres, se esforzaban por imitar sus prácticas, poses, revestimiento de su cuerpo y
fanatismo extremo en la interpretación de las lecturas, así como en sus vidas,
allí fue el primer lugar donde me topé de bruces con el individualismo más
descarnado y brutal.
El P. Jorge no me fidelizó como católica, pues mi
búsqueda de credo se mantuvo permanentemente, inclusive tras realizar mi
primera comunión y confirmación a los catorce años, convencida y aceptando que
ese sería mi credo. Sin embargo me abrió la puerta a otro modo de vivir la fe desde
la práctica, esforzándome por la coherencia entre pensamiento, discurso y obra.
De su mano me asomé a la naciente Teología
de la Liberación, que ni el mismo sabía que se estaba construyendo en ese
entonces, entre un grupo de sacerdotes uno ellos su hermano Carlos Álvarez
Calderón junto con Gustavo Gutiérrez, cuestionando su propio ser y hacer,
buscaban al rostro de cristo en cada ser humano, con preferencia por los
pobres.
Ahora sé que Dios está en cada uno de nosotros/as, en esa
parte divina que todos/as tenemos y que no logramos corromper por mucho que nos
esforzamos, que sale a flote para socorrernos en momentos de fuerte de
remecimiento de nuestro ser, estar y hacer. Por eso somos perfectibles, capaz
de cambiar si nos lo proponemos, ser resilientes para sacar lecciones y aprendizajes
del sufrimiento.
Es nuestro ser divino, aquel que nos sostiene, ese Dios que
está en nosotros/as y con nosotros/as, principalmente cuando nos enfrentamos a
aquello que nadie puede sustraerse, que nos iguala a todos/as independiente de
donde, cuando, cómo y a través de quien venimos como sucede con el nacer nacer, sea en la mejor clínica del mundo, en alguna choza de la punta de un
cerro o bajo el cobijo de una cueva, de allí nos esforzaremos cada quien para
diferenciarnos. Y volvemos a ser nuevamente iguales, cuando morimos. Cuando
nuestra vida finita culmina recordándonos que sólo somos seres de tránsito por
este tiempo, dimensión y estado, donde nada nos llevamos salvo quienes somos en
el alma. Esta vez a diferencia de como llegamos, nos iremos profundamente solos/as, estando conscientes que es así pese a estar en coma corporal, independiente de cuando, como, con quién y las
causas de nuestra partida.
Sin duda, algunos/as pedirán más tiempo, habiendo
desperdiciado el que tuvimos sin esforzarnos por descubrir y cumplir con la
misión que nos permitió quedarnos en esta estación por mucho o poco tiempo, sin
embargo, estoy segura, que el P. Jorge, quien se fue a los tres días de cumplir noventa
años, tras una vida plena de entrega y satisfecho de haber cumplido con su
misión en esta vida.
Quien nació en la mejor cuna y creció entre todas las
comodidades que el dinero y poder puede dar; eligió y fue feliz cada uno
de sus días viviendo como la mayoría de peruanos/as en humildad y pobreza, sin perder la sonrisa,
cocando cada vida, corazón y alma como la mía. Obteniendo la fortaleza de
quienes han hecho resiliencia del sufrimiento, para acompañar y sufrir, al lado de los suyos los tiempos difíciles e inclementes de las trampas de la mente.
Se fue el P. Jorge cumplida
su misión y tiempo en esta dimensión, recordándonos a quienes seguimos aquí que
no posterguemos ni engañemos a la nuestra.
QEPD y DDG
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