sábado, 11 de julio de 2020

IN MEMORIAN DE JORGE ALVARES CALDERON: DIA 12O

No termino de llorar a AnaT. Y tengo que despedirme hoy 10 de julio, del padre Jorge Álvarez Calderón Ayulo sacerdote diocesano, el primer cura de mi pueblo, como suele decirse coloquialmente cuando uno habla de un personaje como él. Esta vez, su partida antes de producirme tristeza me llena de paz, consuelo y reflexión que bien necesita mi alma. Para él terminó su padecimiento encarnado de 116 dias que vivió primero en una clínica y luego en un lugar de reposo, coincidiendo con el tiempo de nuestro aislamiento. Se fue tras celebrar sus 90 años, enfrentando una afección agresiva como el cáncer con entereza y sonrisa que cultivó a lo largo de sus años1. Se fue en paz y con la misión cumplida, que pocas personas pueden sentir al final de sus días 

Lo conocí mientras bordeaba mi niñez, paralelo a la búsqueda de Dios y un credo, de la mano de mi abuela Rosa Herrera, por todas las iglesias de ese tiempo. Si bien el Padre Jorge, no logró fidelizarme a la religión católica como único credo, si me abrió la puerta a otro modo de ser y hacer iglesia con rostro humano con y para los pobres, sin esperar a morirnos para tener nuestro terreno en el cielo sino construirlo aquí y desde ahora.

Cuando seres como el P. Jorge parten,  pienso que en el cielo hay mucho trabajo y cada vez menos almas  para hacerse cargo, en tanto que el infierno se ha instalado en la tierra ardiendo inagotablemente. El cielo o el universo, dependiendo de nuestras creencias, hoy está más necesitado de almas o energía que sostengan y animen  a seres que padecen más allá de sus fuerzas.

Pensamiento que a su vez, me redirige hacia quienes causan tanto dolor, daño y perversión. Seres avasallados por la codicia y crueldad que no se detienen ante nada, arrasando todo aquello que encuentran a su paso, que perciben como impedimento para llegar y/ o llevarse su botín.  Algunos hombres y mujeres que renunciaron a su humanidad a cambio de poder, dinero y control; sin importar a quien esté por delante. Y en verdad si fuera fanática creería que son la maldad encarnada, sin embargo no puedo darme ese lujo porque nuestra realidad de hoy es más compleja que buenos o malos, héroes o villanos, ángeles o demonios.

Es fácil caer en la tentación de buscar explicación  sobre aquello que vivimos a la metafísica, el esoterismo, la confabulación y fanatismo. Suele llegarme muchas cadenas de oraciones unas más atrevidas que otras, y realmente cuando pienso que ya nada me sorprende, tengo que reconocer que hay quienes se esfuerzan hasta lograrlo. Suelo imaginar que en la desesperación algunas personas  sólo reproducen cadenas inclusive sin leerlas y decodificar el mensaje que lleva, porque de otro modo es incomprensible que lo hagan teniendo clara comprensión del mismo.

A veces los leo esperando hallar al final  alguien que lo firme para hacerse cargo de las afirmaciones y atrevimientos que se toman, las cuales son realmente hilarantes. Porque no sólo van dirigidas a un ser supremo, a quien  no me imagino sentado frente a una computadora leyendo en su celular, CPU, tablet o laptop, el mensaje que le llega por las redes llena de pedidos a delibery, con mala ortografía y contradicción. O pidiendo a miles de ángeles respondan a su estilo los diversos mensajes porque él no puede, aun siendo Dios, o resolviendo con una fórmula estándar: “Denle a cada uno siete veces siete lo que se merecen según el record de su humanidad, piedad, solidaridad y amor por el otro”.

Cuando era niña algunas oraciones me llegaba en estampitas con firma al final, que no eran de demandas descaradas, maniqueistas e interesadas sino de compromisos y gratitud que me animaban. Recuerdo mucho aquella que  solíamos rezar al patrón de nuestra iglesia cotidiana antes de conocer al P. Jorge: “¡Señor, haz de mí un instrumento de tu paz!/ Que allí donde haya odio, ponga yo amor;/ donde haya ofensa, ponga yo perdón;/ donde haya discordia, ponga yo unión;/ donde haya error, ponga yo verdad;/ donde haya duda, ponga yo fe;/donde haya desesperación, ponga yo esperanza;/ donde haya tinieblas, ponga yo luz; donde haya tristeza, ponga yo alegría…” (San Francisco).  Pueda que la era digital haya logrado sustraer las autorías o por esa tendencia de escribir  lo que sea y como sea, nadie se hace cargo de nada o sólo  les interesa las cuentas electrónicas que capturan.

Con osadía y atrevimiento se dirigen nada menos que  a Dios, con un pliego de reclamos,  demandas y lamentos, como si en verdad existiera un dios también bipolar que por un lado fuera cruel y vengativo, mientras por otra toda bondad, magnanimidad, perdón y más perdón. Unos lo acusan de ser causante de todas las calamidades y le piden que calme su ira, atribuyéndole la responsabilidad de las malas acciones de una parte de los seres humanos contra todo el planeta. Otros más fanáticos/as, le piden que con su sangre los bañe, limpie y salveA mí se me escarapela el cuerpo, si esta gente contara una vez más con la oportunidad de tener a un Cristo hecho cordero, dispuesto al sacrificio, seguramente no dudaría en ejecutarlo una y otra vez para salvarse.

Los/as más osados/as, piden que los proteja a ella  o él y su familia, sus amigos, y quien rebote la cadena, e implícitamente que el resto se reviente. Y hasta que se lleve al virus consigo o sea que él se reviente, una vez más pienso en el sentimiento  profundamente egoístas en que se inspiran y reproducen. De modo que  aun cuando hubiera un dios que respondiera a sus demandas, apenas se sintieran a salvo se olvidarían de él, retornando a ser lo que eran y hacer las cosas que venían haciendo hasta cuando se detuvieron. Como hicieron y hacen con  médicos/as, enfermeros/as,  policías, trabajadores de limpieza pública, choferes, cobradores,  dependientes,  por dar algunos ejemplos de servicio esencial.

A  propósito de mi recuerdo del  P. Jorge, pienso el modo  cómo nos hemos vuelto utilitarios/as en todo y respecto a cada dimensión de nuestro ser, incluyendo lo espiritual y la fe. Distinto al contexto en el cual él dejo de ser parte de la aristocracia oligárquica allá por los cincuenta, renunció a su carrera de ingeniero agrónomo que como solía decir lo tomó como pretexto, porque desde que veía las obras de caridad de su madre lo atraía la filosofía, pero que esa opción ya le había ganado por puesta de mano su hermano mayor Carlos, así que dos no podían ser abiertamente filósofos al interior de una familia conservadora, oligárquica y con poder, de modo que su camino al sacerdocio fue sinuoso.

Conocí, al P. Jorge cuando él tenía 39 cuando y yo andaba bordeando mi primera década, un tercer domingo de enero. Nos habíamos mudado esa semana donde sería nuestro nuevo barrio. Al cual apenas llegar nos recibió un diluvio, aquel del 15 de enero de 1969, esa noche se había abierto las compuertas del cielo, porque llovió tanto, pero tanto, que amanecimos asustadas y acurrucadas. Mi hermanita Luz tenía sólo cuatro años y se espantó mucho, nunca había experimentado una lluvia torrencial, se metió bajo el  poncho de mi hermano sin moverse de su lado, de modo que parecían bicéfalos, acurrucados, mientras papá y mamá hacían todo lo posible por protegernos.

Desde tiempos inmemoriales, siempre que hay un fenómeno natural, más allá de las costumbres el temor nos lleva a refugiarnos en la fe, tras la lluvia vino el nuevo día, con él a acomodar nuestra nueva vida, sin la amplia casa de Zárate,  huertos,  parques y amigos  que teníamos antes.  Era un barrio  joven seudo comunista, militarista y velazquista, sin fe ni credo, puesto que la mayor parte de su población había sido trasladada hacía sólo algunos años, de los rededores de la Plaza de Acho, porque se tenía en perspectiva  construir vías en su lugar.

Ese primer domingo al escuchar la campana fuimos por primera vez a misa de noche, bajo la luz mortecina de velas. Conocí a un cura prestado del Pueblo de San Juan de Lurigancho y Tres Compuertas, sin sotana, ameno, sonriente,  joven y nos pedía que lo llamáramos Jorge o padre Jorge. Tan distinto a nuestra experiencia previa, primero de Barrios Altos, luego  de Leticia y más espaciadamente desde Zárate, mi madre y padre, solía llevarnos los domingos en la mañana a la misa de la iglesia San Francisco, luego a tomar desayuno  con butifarras, sándwich de lechón. 

En realidad  a mí no me interesaba otra cosa que conocer más ese misterioso  y amenazante lugar al que nos habíamos mudado, ya no viviríamos más de alquiler, mamá había comprado su terreno, pese a la  oposición de papá por un barrio, él no quería echar raíces como todo migrante,  sólo estaba esperando juntar suficiente dinero para retornar a los andes.

En la misa éramos muy pocos, no más de 20  personas todos/as de pie, los/as jóvenes se juntaba de tres para compartir una vela y un libro de oraciones. Estaba en el lugar donde hoy se erige el Centro de Salud Santa Rosa, allí donde murió el primer médico con  Covid 19 asintomático, que  le regalaron  en su domicilio, sin enterarse hasta colapsar. Contagiando a todos/as quienes estuvieron en su radio, mi vecina que trabaja en la farmacia y toda su familia recién se están reponiendo.

Durante la celebración observé con atención una mujer blanca, guapa y distinguida  llevaba la maleta con los enseres de la litrugia, más adelante sabría que se llamaba María Ochoa, la señora distinguida del Barrio con la casa más bonita y un solo hijo, compartían con el P. Jorge el vivir un destierro1, el primero por renuncia y la segunda arrojada por ser madre soltera. Junto a ella una negra desgarbada hacía de todo y se movía por todos lados, resolviendo cada detalle en aquel  espacio improvisado que era la capilla, también sabría luego que se llamaba Francisca, más conocida como “la negra pancha”, era el extremo opuesto de María; casada, con varios hijos, pobre, trabajadora, eternamente sonriente, bailadora y tenía por corazón similar a pan recién horneado.

Era una capilla de esteras con una cruz rústica de fondo, piso de tierra, olía a incienso, jazmines y velas, esos aromas que hasta hoy me recogen. La misa era diferente a la de San Francisco, tan ortodoxo, frío y distante. El sacerdote nos hablaba casi personalmente,  el canto del coro parecía envolvernos a todos/as, hasta casi elevarnos. Pero aquello que más llamaba mi atención era un tractor estacionado en su puerta de la capilla, al cual me trepé ni corta ni perezosa apenas culminada la misa, mientras mi hermana mayor y madre hablaban con al cura, allí se enteraron de que venía sólo de vez en cuando, porque se encargaba de toda la Parroquia de San Cristóbal que en ese tiempo abarcaba todo San Juan de Lurigancho. 

Saliendo de la capilla aquel joven cura se me acerca y pregunta ¿Qué te pareció la misa?  Yo embebida en el tractor, ni lo miro, respondo: "Estaba bonita". ¿Por qué bonita?  Me detengo, lo miro y pienso: "Cantaron bonitas canciones".  El vuelve a preguntar: "¿Y tú no cantas?"  Yo respondo: "No, porque no tengo bonita voz como mi hermana".  Y él me dice: "Eso se puede resolver ensayando, vamos a  hacer un coro y puedes venir". Yo lo miro y digo: "Le preguntaré a papá y mamá".  

Así fue como empecé a compartir mis fines de semana entre tres credos, el de  la iglesia evangélica bíblica, centrado en el estudios de la biblia que se daba en las mañanas en la casa de mi vecina Gloria, la iglesia pentecostés de mi abuela Rosa que estaba al otro extremo del barrio y de tanto en tanto a la iglesia católica representada únicamente por las palabras de aquel joven sacerdote, que luego me enteré se había hecho cargo de tres chinos huérfanos que vivían sólo a media cuadra de mi casa. Sin imaginar, que la menor sería integrada en el futuro a mi casa como una hermana más, a quien mi madre cuidaba con celo, porque tras estar en un internado, era como un cachorrito, se metía a cualquier casa sin temer ni cuidarse de nada.

Poco a poco fui conociendo su historia, algunas exageradas y otras cercanas a la verdad. A través de él conocí a un Jesús que era principalmente amor pero no abstracto sino concreto humano, mi prójimo el igual a mí, siendo diferente, más cercano, más como yo, al que podía cantarle sin tener bonita voz y hablarle con mis palabras en cualquier momento, donde no todo era pecado, que el mayor pecado era mantener a un pueblo pobre e ignorante.

Un Dios que se regocijaba con nuestro canto y alegría, celebrando con nosotros el pacto por un pueblo nuevo, a quien no le teníamos que pedir nada sino agradecer, porque nos había dado todo, especialmente libre albedrío, conciencia y alma, para hacernos cargo de nuestra vida y de aquellas que debamos proteger. Por eso al atardecer, siempre que puedo y tengo, prendo una vela para agradecer, y hablar con Dios, para  entender mejor aquello que puedo entender, y sentir sin tapujos aquello que debo sentir.

La capilla fue creciendo, ya teníamos bancas y un altar, seguíamos sin santos ni imágenes, sólo esa cruz de eucalipto que en este momento tengo en mi retina. Hacíamos actividades sociales y pro fondos, de los que entendía poco, pues sólo seguía de cola a mi hermana mayor junto con mi hermana Luz, visitado todo el pueblo, recolectado cosas y ayudando, fue mi primera navidad con misa. Hasta cuando en 1972, nos anunció que tendríamos un sacerdote para nuestro pueblo, ya contábamos con terreno para construir la iglesia, para mí fue su mejor herencia, porque a través de sus gestiones llegó a mi vida quien sería mi guía espiritual y política, así como mi biblioteca personal alimentando mi lectura, el sacerdote carismático Jean Pablo Allard, con quien seguramente ya se habrán encontrado y reirán  sonoramente como solían hacerlo.

El P. Jorge me mostró a un Dios  diferente al que conocía hasta entonces en la iglesia de San Francisco, magnífico y en las alturas, como doloroso, torturado y sangrante. Ambas imágenes me asustaban y alejaban, no podía entender que alguien sufriera voluntariamente en ese extremo y  a la vez estuviera tan lejano que cuando lo llamabas no respondía, por eso con mi hermana preferíamos rezar a la Virgen del Carmen que era patrona de nuestro colegio. Tampoco era igual al Jehová del cual se hablaba en el templo de mi abuela, que siempre estaba lleno de exageración desde los parlantes y el micrófono para la celebración que invadía a todo el pueblo; el paroxismo, masoquismo y autofragelamiento psicológica contando todos sus pecados en público para ser perdonado y el modo como eran exorcizado el demonio de sus cuerpos convulsionantes, me parecía mucho teatro. También era diferente al Dios de iglesia evangélica bíblica, donde yo era una de las más destacadas porque me gustaba leer y me comí la biblia como todo libro que cayó a mis manos, sin embargo muchas de mis preguntas no fueron despejadas.

En estas como los mormones, testigos de Jehová y luteranos,  a los que asomé, sólo tenían una cosa en común,  el trato distinto y jerarquizante según la clase, posición y los diezmos, donde los pastores y sus esposas nos llamaban hermano/a en el templo y en la calle ni nos miraban. Todos tenían incoherencia entre lo que predicaban y practicaban, al mismo tiempo que fabricaban una serie de prohibiciones a los que llamaban pecado, lo más impresionante era su relación con los pobres, de exagerada atención como si fueran discapacitados/as o niños/as torpes, y en el otro extremo,  distantes como discriminadores. En tanto que los pobres, se esforzaban por imitar sus  prácticas, poses, revestimiento de su cuerpo y fanatismo extremo en la interpretación de las lecturas, así como en sus vidas, allí fue el primer lugar donde me topé de bruces con el individualismo más descarnado y brutal.

El P. Jorge no me fidelizó como católica, pues mi búsqueda de credo se mantuvo permanentemente, inclusive tras realizar mi primera comunión y confirmación a los catorce años, convencida y aceptando que ese sería mi credo. Sin embargo me abrió la puerta a otro modo de vivir la fe desde la práctica, esforzándome por la coherencia entre pensamiento, discurso y obra. De su mano me asomé a la naciente Teología de la Liberación, que ni el mismo sabía que se estaba construyendo en ese entonces, entre un grupo de sacerdotes uno ellos su hermano Carlos Álvarez Calderón junto con Gustavo Gutiérrez, cuestionando su propio ser y hacer, buscaban al rostro de cristo en cada ser humano, con preferencia por los pobres.

Ahora sé que Dios está en cada uno de nosotros/as, en esa parte divina que todos/as tenemos y que no logramos corromper por mucho que nos esforzamos, que sale a flote para socorrernos en momentos de fuerte de remecimiento de nuestro ser, estar y hacer. Por eso somos perfectibles, capaz de cambiar si nos lo proponemos, ser resilientes para sacar lecciones y aprendizajes del sufrimiento.

Es nuestro ser divino, aquel que nos sostiene, ese Dios que está en nosotros/as y con nosotros/as, principalmente cuando nos enfrentamos a aquello que nadie puede sustraerse, que nos iguala a todos/as independiente de donde, cuando, cómo y a través de quien venimos como sucede con el nacer nacer, sea en la mejor clínica del mundo, en alguna choza de la punta de un cerro o bajo el cobijo de una cueva, de allí nos esforzaremos cada quien para diferenciarnos. Y volvemos a ser nuevamente iguales, cuando morimos. Cuando nuestra vida finita culmina recordándonos que sólo somos seres de tránsito por este tiempo, dimensión y estado, donde nada nos llevamos salvo quienes somos en el alma. Esta vez a diferencia de como llegamos, nos iremos profundamente solos/as, estando conscientes que es así pese a estar en coma corporal, independiente de cuando, como, con quién y las causas de nuestra partida.

Sin duda, algunos/as pedirán más tiempo, habiendo desperdiciado el que tuvimos sin esforzarnos por descubrir y cumplir con la misión que nos permitió quedarnos en esta estación por mucho o poco tiempo, sin embargo, estoy segura, que el P. Jorge, quien se fue a los tres días de cumplir noventa años, tras una vida plena de entrega y satisfecho de haber cumplido con su misión en esta vida.

Quien nació en la mejor cuna y creció entre todas las comodidades que el dinero y poder puede dar; eligió y fue feliz cada uno de sus días viviendo como la mayoría de peruanos/as en humildad y pobreza, sin perder la sonrisa, cocando cada vida, corazón y alma como la mía. Obteniendo la fortaleza de quienes han hecho resiliencia del sufrimiento, para  acompañar y sufrir, al lado de los suyos  los tiempos difíciles e inclementes  de las trampas de la mente.

Se fue el P. Jorge  cumplida su misión y tiempo en esta dimensión, recordándonos a quienes seguimos aquí que no posterguemos ni engañemos a la nuestra.
QEPD y DDG 
                      

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