martes, 18 de junio de 2019

MAS BLACK & WHITE MENOS MONKY MAN

Tarzán era una de mis historietas favoritas entre los seis y ocho años, cada fin de semana mi padre me proveía número a número todas sus secuencias. Yo esperaba con ansias el sábado, encantada por saber más de cómo sobrevivía un bebé dentro de una selva inhóspita, al cuidado de una tribu de gorilas, hasta hacerse más fuerte y poderoso que un gorila e inclusive que el rey león. Eso no me quedaba tan claro, de cómo un rey de la selva, se somete a un seudo gorila. 


Imaginaba que todo podía ser posible, en un lugar oscuro, descocido, tétrico, espantoso y amenazante, como debía ser la selva, mi ignorancia de la misma y las revistas en blanco y negro acrecentaban mi temor imaginario, al mismo tiempo que agigantaban la valentía de Tarzán.


Cuando tuve la primera obra en mis manos, supe que no fue su mamá gorila quien lo nombró Tarzán, sino Edgar Rice Burroughs (1912) y que no significaba hombre mono (Monky Man) sino hombre blanco. Mi segunda sorpresa fue que era un autor de origen norteamericano y no inglés, en tercer lugar que nunca conoció Inglaterra ni el continente africano. Así que me quedé con la interrogante de cómo alguien que no era inglés nos contaba una historia inglesa y mostraba una selva que desconocía, allí es donde caí en el contenido del concepto historieta, que de ningún modo era historia (registros de un pasado que existió), sino el remedo de ella, con espacio para graficar y escribir nuestra imaginación, una magia que algún día yo haría. 

No sé si por este descubrimiento o porque fue mi lectura de niña que se agotó en ella, ya no me atrajo más la obra de Tarzán quedándome sólo en la primera de cuatro novelas “Tarzán de los Monos” (1914). Cuando vi la primera película con James Pearce, sentí que se aproximaba a la imagen que guardé de niña, sin la magia de entonces, seguramente porque la lectura hace que nuestra imaginación supere a la del productor de cine. 

Me dije que mucho de aquello no debía ser ni ligeramente posible. Pensé que el autor seguramente sustituyó a la soga por lianas como medio de incrementar la velocidad de Tarzán por toda la selva, tomando ventaja a animales más veloces que él, que en verdad no podía nadar sin ahogarse en ríos tan caudalos. Al conocer la selva, lo que menos pude hallar fueron lianas, facilidad para caminar en zonas vírgenes sin un machete y mucho menos atravesar a nado el Huallaga, Río Negro o Amazonas. 

Cuando comprendí las historias de colonización americana, entre ellos el nuestro y los EE.UU., recordé nuevamente a Tarzán, para ilustrar el sentimiento de los descendientes de colonizadores que se siente migrantes permanentemente, de paso en su país origen, esperando el tiempo suficiente de enriquecimiento para el retorno, teniendo como ilusión de alcanzar la gloria y reconocimiento futuro, mientras insistían afirmar las costumbres del país que expectoró a sus ancestros, aquellos que no tuvieron posibilidades ni oportunidad para sobrevivir en su tiempo.

Por eso, antes de construir y valorar quien eran en realidad, Edgar Rice atribuía a Inglaterra -país que añoraba-,  todo el heroísmo, valentía y valores que probablemente no percibía o subvaluaba en sí mismo y los norteamericanos de inicios de siglo XX, dejando de pincelar en sus narrativa, la cultura mestiza de norteamericana de migrantes ingleses pobres y  colonizadores de indios americanos, para centrarse en aquella oficial, la de aristócratas y académicos ingleses hechos exploradores y "estudiosos" de otros hombres  junto a sus pueblos a ser esclavizados, con sus altas y bajas internas. Con sus ambiciones de colonización y sobrevivencia en nuevos habitad al igual que Tarzán, un hombre mono que no dejó de ser nombrado hombre blanco encubiertamente, porque muy en el fondo pueda que inconscientemente  filtraba en su historia aquel sentir de mestizo inglés, de quien nació norteamericano, sintiéndose migrante, sobreviviente y lleno de melancolía por aquella madre patria que lo expatrió

Este fin de semana vi la última versión “La Leyenda de Tarzán”, producida por David Yates (2016), me percaté que había perdido el cincuenta por ciento de aquel enfoque inglés impregnado por Rice y cuasi dos tercios de su historieta. Si bien Tarzán seguía asociado a la condición de sobreviviente inglés, era encarnado por el sueco Alexander Skarsgård, aun atrapado en el papel de vampiro con su elevación cuasi mágica hacia la rama de un árbol con capa y botas (Tarzán lo habría trepado), su coprotagonista Margot Robbie (Jane), era el prototipo norteamericano en femenino, al igual que el negro  doctor George Washington Williams, encarnado por Samuel Leroy Jackson. 

En la trama Jane pierde su extracción inglesa original, apareciendo como la hija de un educador norteamericano cuyo recuerdo del encuentro con Tarzán se muestra en formato  cuento de hadas en medio de la selva. El villano Capitán Rom (Christoph Waltz) representa la maldad asociada con la ambición proyectada, esta vez, más belga que inglés o norteamericano, triangulando al hombre blanco por todos los lados. La ambición de ayer como hoy, es el poder y apropiarse de los diamantes, símbolo de la riqueza africana y el sometimiento de su población, sea esta humana o animal, que si bien es la mayor amenaza queda de lado, por el truculento rescate romántico de Jane. 

Ver a un Tarzán, en la imagen simbólica de la raza aria tan valorada por Hitler que justificó su xenofobia, excepcionalmente alto, esbelto y vestido de lord, a momentos desnudo y muy lejos del Tarzán que James Pearce hizo leyenda. Junto a una Jane revestida de blanco desde el inicio hasta el final de la película, variando en tonos hasta el percudido, en su papel de damisela en peligro. Apoyado por la sabiduría y manejo bélico de un negro culto y persistente como George. Pasando por el rito de acogida de la tribu de referencia en blanco y negro; el desenlace de una deuda ancestral entre tribus de humanoides gorilas y humanos en lucha salvaje de blanco y negro, hasta un final con abrazo entre el lord blanco y doctor negro. 

Me deja la sensación, del alejamiento definitivo de sus orígenes en la forma, pero explícitamente lejos de la historia y realidad de un país norteamericano actual y de inicios del siglo XX, es decir, la historieta persistentemente enajenada en el fondo, no asumiéndose como migrante, colonizador, hoy aquejado de amnesia histórica, construye muros buscando sentirse a salvo de sí mismo, bajo su nueva idea de raza y sociedad predominante, impone sanciones y vetos comerciales de todo que nos sea Made In USA, mientras implanta libre mercado mediante TLC y condena la exigencia mínima de pasaporte en otras fronteras. 

La Leyenda de Tarzán, me deja esa sensación de una película más a lo black & white y menos monky man, no por la ausencia de colores o gorilas en escena, sino la secuencia recurrente entre lo blanco y negro como continuum, más próximo a aquellas fiestas de clase media jugando a ser aristocrática, que nunca llegarán a serlo –salvo en el cuento de la cenicienta-, no sólo por falta de abolengo de sus protagonistas, sino porque en un mundo global de una era digital, son cuasi extintos. 

Revelándome hoy como ayer, la melancolía con su toque holiwoodense de David Yates por lo inexistente y su auto enajenado en versión digital, como aquella que inspiró a Edgar Rice hace más de un siglo, cuando empezó a elaborar las historietas de Tarzán en papel amarillento pensado y dirigido al consumo masivo.

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