Tomé un bolso
para los mandados de mi hermana y mis propios imprevistos, a pesar de llevar una
lista de necesidades -soy consumista arrepentida, todo me hace falta-. Fui a mi
destino, al ritmo de footing aproximándose al Jogging, primero al
mercado, ubicado aproximadamente a 10 cuadras y la zona de pastelerías a 14.
Luego de una
cuarentena abrupta seguido de aislamiento voluntario, mi ritmo de actividad es
cuasi sedentario, gracias a Mía y mis plantas subo y bajo cada día tres pisos,
para limpiar la arena de la primera y mantener a las segundas, por eso cuando
salgo lo hago todo a pie, salvo que esté con mucho paquete, reduciendo al
mínimo el uso de vehículos para desplazarme por salud, reducir riesgo de accidentes y asaltos. Sin
embargo, de un tiempo a esta parte, mi hermana y su hijo, me dicen que tenga
cuidado porque se han iniciado asaltos de extranjeros por el barrio, algo que
será motivo para organizarnos como en otros tiempos, pero eso, es otro cuento.
En el mercado me enfrenté al vaivén de los precios, el rocoto se movía entre 20 y 15 soles el kilo. Sólo hace dos días cuando olvidé comprar, lo hallé entre 12 y 10 en la zona de distribuidores. La lechuga había descendido de precio y el choclo estaba cuasi igual. En la pastelería una linda joven chiclayana me atendió, pedí una torta de queque inglés, que dejé encargada para ir por el vino seco (sólo para mí, en casa prefieren el dulce) y el vinagre de manzana.
Retorné al rescate de
la torta que seguía en refrigeración, pensé dos veces entre tomar un vehículo o
retornar caminando, temía que el sol afectara mi carga. Contemplé la perspectiva
calculando, si bien había un sol radiante a la derecha, hacia la izquierda era un largo trecho de frío bajo sombra. Decidí retornar a pie, asociando el ambiente que vivía con el clima
andino, por efectos del cambio climático. Lima ingresaba a un invierno crudo,
más gris hacia el sur y norte cercano al mar, pero al este donde me hallaba, hacía
frío con algunas horas de sol. Adentrada en mis pensamientos, pasee la mirada
sin ver, pero algo llamó mi atención, apenas crucé la pista de la primera
cuadra.
Un auto negro con casquete de taxi en el techo, esos que suelen verse en el aeropuerto -ni idea de marca que no es mi fuerte-, tenía la puerta trasera hacia la vereda completamente abierta. Puse atención rápidamente a la perspectiva que me antecedía. Habían pasado por el mismo lugar, una mujer que ya doblaba la calle, una pareja con su niña, un anciano, un joven sumido en su celular y auriculares sin immutarse. Cuando llegué a la altura del auto, observé con atención su interior, descubriendo a un hombre tumbado de bruces.
Simultáneamente llegó a mi altura y sobrepasó un hombre, de esos que cuando vez aproximarse en una calle solitaria, prefieres cambiar de vereda. Él se detuvo ligéramente, miró al durmiente, pero sobre todo se concentró en el carro y luego me miró y siguió sus pasos. Caminé más lento, él volteó reiteradas veces hacía el auto, nuevamente me miró y siguió con desgano. Cogió su celular y llamó a alguien mientras giraba en 90 grados hacia el vehículo estacionado, deteniéndose más de una vez. Si no hubiera sido por él y su comportamiento, la postura de su cuerpo y actitudes, sin duda, mis antenas no se hubieran puesto alerta. Habría pensado que el hombre inerte en el auto, se havía excedido en celebrar el día del padre y durmiendo la mona.
Pero aquel sujeto
sospechoso y sus gestos me hizo analizar la situación. Los taxistas cansados de
manejar se estacionan, cierran bien sus puertas y ventanas, inclinan su silla
de chofer y duermen, eso aprendí, al salir de madrugada de una
institución ubicada en Lince que tenía una fila de taxistas durmientes ad portas. Los ebrios que manejan un auto, jamás se bajan, menos abren la puerta
trasera y tiran de bruces. Ellos chocan, atropellan o sólo se detienen para abrazar
el timón de su auto y quedar en estado ausente.
Este hombre,
mostraba otros signos, estaba derrumbado, aparentemente sin sentido. Recordé un
tiempo ya lejano cuando asaltaron a mi primo Juan, lo durmieron con cloroformo. Él por
su preparación militar reaccionó antes de perder la conciencia, tirando la
llave hacia unos matorrales del parque cercano -eran tiempos distintos a los de
hoy, donde este acto es suicidio-, evitando que le quitaran el carro, hasta
cuando la policía lo halló y trajo a mi casa a las tres de la mañana.
Temí que al
hombre tumbado en el auto le hubiera pasado algo similar, siendo en ese momento,
presa fácil para los depredadores de dos pies. No me quedaba duda que aquel sujeto
que me rebasó, retornaría u otro se asomaría en esa avenida. No sabía que
hacer, pensaba en mi carga física sensible al sol y tiempo y mi caraga de conciencia que emergía.
Busqué en rededor para compartir mi percepción, temor y ver si motivaba a
alguien que ayude, pero sólo me hallé con perros, niños y un anciano que
cerraba su verja. Calculé la distancia entre mi ruta y la comisaría.
No me quedaba otra,
si no hacia nada concreto, el sentimiento de culpa por no hacer algo a
favor del otro, no me dejaría dormir esa noche. Llegué al pasaje, doblé a la
derecha y enrumbé hacia la comisaría. El trayecto de tres cuadras se me hizo
interminable, en el camino hallé toda una calle cerrada con toldos a
modo de feria gastronómica de comida criolla tipo Chabuca Granda, Plaza Italia o parque Bolívar.
Los hombres celebrarían su paternidad como sólo ellos sabían hacerlo, algunos
ya habían iniciado, eliminando la posibilidad de ser mis aliados.
Ya en la
comisaría, había un policía de guardia en el exterior. Ingresé a sus
instalaciones, pregunte al oficial de turno si era padre y me dijo que si, lo
saludé, luego narré todo lo contado y precisé la ubicación del caso. Él respondió que
intervendría inmediatamente, tomo la radio. Mientras yo salía libre de mi
carga espiritual, retomando mi ruta, había hecho todo lo que me
correspondía. Al mismo tiempo que rebobiné la escena con el policía, no me di
cuenta que estaba con una torta en la mano cuando le pregunté si era padre para
saludarlo, tampoco podía volver para remediarlo ya había agotado las tres cuadras, sólo desee haberme hallado con
un oficial sin apertura a los reconocimientos o dádivas y no haberlo frustrado.
Llegué a casa,
con la torta intacta y el cuento. Claro que recibí como respuesta: “nadie te asegura
que los policías te hayan hecho caso”. Yo argumenté con lógica: “Es medio
día, esa comisaría está desierta, ayudar a ese señor, podría justificar su día”.
Mientras deseaba fervientemente que aquel hombre realmente estuviera necesitado
y haya obtenido la ayuda correspondiente y no ser un número más de las
estadísticas en un día del padre.
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